Una nota de un extraño en mi recibo de compra cambió mi día y tal vez mi fe en las personas.

Era una de esas tardes olvidables, de esas que se deslizan entre recados y obligaciones sin dejar rastro. Había pasado por el supermercado, cansada y distraída, pensando ya en la lista de tareas del día siguiente. Nada en ese momento me parecía especial. En la caja de autoservicio, escaneé mis compras, pagué y me di la vuelta para irme. Apenas me fijé en la mujer que estaba detrás de mí hasta que me llamó, sosteniendo un pequeño papel. «Su recibo», dijo en voz baja, sonriendo. Le di las gracias, lo guardé en mi bolso y me marché, sin darme cuenta de que su simple gesto contenía algo más.

Sentí un alivio tan rápido que me reí. Mi identificación, tarjetas, dinero en efectivo… todo estaba allí. De alguna manera, esa desconocida lo había visto caer, y en lugar de perseguirme o dejarlo ir, eligió una forma discreta e inteligente de ayudar. Sin alboroto. Sin drama. Solo una nota, escondida en un momento que apenas noté.

Ese recibo todavía está en la encimera de mi cocina. La tinta se está desvaneciendo, pero lo conservo como un silencioso recordatorio de cómo es la amabilidad: pequeña, intencionada y a menudo invisible. Nos cruzamos con cientos de personas cada semana, cada una envuelta en su propio ruido, su propia prisa. La mayoría de las veces, no nos vemos. Pero a veces, alguien decide mirar.

 

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