Una esposa maltratada por su esposo y sus propios hijos durante cuarenta y tres años. Una noche, el esposo de Doña Dolores le echó una copa de vino en la cabeza mientras su nuera y su nieta reían, un eco cruel que heló la sangre de todos los presentes…

Cuando  el esposo de Doña Dolores le echó el vino en la cabeza en medio de la cena familiar, mientras su nuera y su nieta reían, ella pensó que era una humillación más en sus cuarenta y tres años de matrimonio. Pero diez minutos después de salir del comedor, tres hombres trajeados llegaron a su puerta con una noticia que lo cambiaría todo.

Dolores Hernández ya estaba acostumbrada a la vergüenza. Tras más de cuatro décadas con  Ricardo , había aprendido a tragarse la dignidad como si fuera una píldora amarga, abriéndose paso hasta que dejó de arderle la garganta. Pero esa noche, en el cumpleaños de su nieta, la píldora simplemente se atascó.

Todo empezó en el comedor de su casa en las afueras de  Guadalajara, Jalisco . Ricardo, con la cara roja tras su tercera copa de Merlot, alzó la voz por encima de las risas de su nuera,  Marisa , y su nieta adolescente,  Claudia . Dolores permaneció en silencio, recogiendo los platos, fingiendo no oír los comentarios mordaces sobre su “carne poco hecha” y sus “costumbres anticuadas”.

En un ataque de ira, Ricardo levantó su copa y la vertió sobre ella. El vino tinto le corrió por el pelo, empapándole la blusa y manchándole el cuello. La risa de Marisa y Claudia llenó el silencio posterior, cruel y cortante.

Dolores permaneció inmóvil. Por un momento creyó caerse a la cabecera de la mesa. Pero en cambio, se levantó con labios temblorosos y mirada firme. Sin decir palabra, dejó la servilleta sobre la mesa, se dio la vuelta y salió de la sala.

Diez minutos después, estaba sola en su pequeña sala, con el pelo húmedo y las manos temblorosas, contemplando su reflejo en la ventana oscura. Su matrimonio, pensó, no era más que una jaula de la que hacía tiempo que había renunciado a intentar escapar.

Entonces llamaron a la puerta. Firmes, calculados, inesperados.

Dolores abrió y encontró a tres hombres con trajes oscuros. Sus rostros eran serios, su postura profesional. El más alto, con canas en las sienes, habló primero.

“¿Doña Dolores Hernández?”
“Sí”, respondió con esfuerzo.
“Soy la agente  Rosales  de la Fiscalía. Ellos son los agentes  López  y  Carrillo . Necesitamos hablar con usted inmediatamente. Se trata de su esposo”.

Sintió una opresión en el pecho. Ricardo guardaba secretos —demasiadas noches trabajando hasta tarde, demasiadas retiradas de dinero con explicaciones vagas—, pero nunca se atrevió a preguntar. Ahora, cuando los agentes entraron en la casa, se dio cuenta de que su vida, tan humillante y predecible como había sido, estaba a punto de dar un giro que jamás imaginó.

Rosales dejó una carpeta sobre la mesa de centro. Su voz era tranquila pero firme:
«Señora Hernández, su esposo ha estado bajo investigación durante varios años. Esta noche la situación se intensificó. Necesitamos su cooperación».

 

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