“¿Qué estás diciendo?”
—Nunca correspondió a mis sentimientos —explicó, con amargura evidente—. Pero siempre la respeté. Cuando se casó con tu padre, supe que debía mantenerme alejado. Sin embargo… la seguí de cerca. Era una mujer extraordinaria. Años después, cuando falleció, prometí ayudar a tu familia si alguna vez lo necesitaban.
Sofía se quedó sin palabras. Él continuó:
“Jamás pensé que acabaría casándome contigo. Nunca fue mi intención. Pero cuando me enteré de las deudas y los riesgos que corrías… y cuando vi cómo te esforzabas por mantener a todos… pensé tanto en tu madre que…” Su voz se quebró. “Actué de la manera más tonta posible.”
Sofía sintió una mezcla de conmoción, confusión y, sorprendentemente, compasión.
—¿Por qué no nos ayudaste sin pedir nada a cambio? —preguntó bruscamente.
Bajó la cabeza.
“Porque sabía que tu padre jamás aceptaría dinero de mí si no existía un vínculo formal entre nosotros. Y porque… pensé que si te brindaba una vida segura, podría enmendar mis errores del pasado.”
Sofía necesitaba sentarse. Esto era demasiado.
Añadió:
“Pero no quiero que este matrimonio sea una carga. Si, después de escucharme, deseas anularlo, lo haremos. Te juro que seguiré ayudando a tu familia. No mentí cuando prometí respetarte.”
La sinceridad en su voz era palpable.
Sofía respiró hondo. Todo lo que había imaginado sobre él —el interés propio, la frialdad, el poder— se había transformado en una confesión inesperadamente humana.
Pero aunque ahora comprendía su motivación, la realidad seguía siendo compleja. Había un matrimonio, una familia que dependía de ella y un hombre marcado por un pasado compartido que ella desconocía.
“Necesito tiempo”, dijo finalmente.
Esteban asintió, sin pedir nada más.
Y así comenzó una convivencia que ninguno de los dos había planeado… pero que cambiaría el destino de ambos.
Los días siguientes fueron extraños para Sofía. No había amor, pero tampoco rechazo. Vivían en la misma casa, compartían desayunos y cenas, y aunque cada uno dormía en su propia habitación, la tensión emocional era constante. Esteban se mantenía respetuoso, incluso excesivamente distante, como si temiera invadir lo que no le pertenecía.
Sofía, por su parte, empezó a notar detalles que antes había pasado por alto. Su marido era meticuloso y atento, reservado pero sorprendentemente considerado. Nunca exigía nada. Nunca alzaba la voz. Se comportaba como alguien que caminaba con cuidado sobre un terreno emocional delicado.
Un día, mientras ordenaba unos documentos en la oficina, encontró una carpeta escondida en el cajón inferior del escritorio. Al abrirla, descubrió cartas, fotografías y recortes de prensa antiguos. Su madre aparecía en varias imágenes, sonriente, muy joven.
No eran fotos románticas. Eran recuerdos de una amistad profunda, casi familiar.
Sofía sintió un nudo en la garganta. Comprendió, tal vez por primera vez, que la historia entre Esteban y su madre no había sido una obsesión, sino un afecto real y sincero que él había conservado con dignidad.
Esa noche, ella decidió hablar con él.
—Vi la carpeta en la oficina —dijo con cautela.
Esteban palideció.
“No quería que lo vieras así… sin explicártelo.”
—Lo entiendo —interrumpió—. Y sé que lo que sentías por mi madre no era algo sucio ni inapropiado.
Levantó la vista, sorprendido.
“Gracias, Sofía. No sabes lo que significa para mí oír esto.”
Se hizo un largo silencio. No incómodo, sino cargado de cosas que empezaban a encajar.
Con el tiempo, Sofía empezó a notar algo más: Esteban siempre la escuchaba, la hacía sentir segura, apoyaba todos los proyectos que proponía y, poco a poco, comenzó a mostrar un sutil sentido del humor que la hacía sonreír cuando menos lo esperaba.
Una tarde, después de regresar de una reunión con el banco donde confirmaron que la deuda familiar había sido saldada por completo, Sofía llegó a casa emocionada.
Esteban la recibió en la entrada.
—¿Buenas noticias? —preguntó.
Ella asintió.
Todo está solucionado. Mi familia está a salvo.
Sonrió, aliviado.
“Soy más feliz de lo que te puedas imaginar.”
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