Regresé antes para sorprender a mi hija y me encontré con tres matones humillándola… sin saber que yo los observaba.

**CAPÍTULO 1: EL LARGO CAMINO A CASA**

El aire dentro del avión de transporte C-130 siempre huele igual. A aceite hidráulico, sudor rancio y ansiedad. Pero esta vez, por primera vez en dieciocho meses, olía a esperanza.

Ajusté mi posición en el asiento de lona, intentando aliviar la presión en mis rodillas. Demasiadas patrullas, demasiado peso cargado sobre terreno irregular. Pero hoy, el dolor no importaba.

Iba a casa.

No solo de permiso por dos semanas. Para siempre. Mis papeles de baja, firmados y sellados, estaban guardados en la mochila. Había terminado con la guerra. Terminado con el desierto.

Miré la foto pegada dentro del casco. Era una imagen espontánea de mi mujer, Lucía, y nuestra hija, Vega. Vega tenía catorce años en la foto, soplando velas en un pastel. Ahora casi cumplía dieciséis.

Había perdido dos años de su vida.

—¿Nervioso, sargento?

Alcé la vista. El chico sentado frente a mí, un cabo novato llamado Gutiérrez, sonreía.

—Podría decirse eso —gruñí, revisando el reloj por centésima vez.

—¿Ella no lo sabe?

—No —dije, con una pequeña sonrisa que agrietó mis labios secos—. Nadie sabe. Lucía cree que sigo en Alemania haciendo trámites. Vega cree que no volveré hasta Navidad.

—Va a ser una sorpresa de las grandes —rio Gutiérrez.

Asentí, volviendo la cabeza hacia la ventanilla, aunque solo se veían nubes.

La verdad era que estaba aterrado.

En el ejército, sabía quién era. El Sargento Navarro. Daba órdenes. Protegía a mis hombres. Conocía las reglas de combate.

¿Pero en casa? No estaba seguro de saber cómo ser “papá” otra vez.

Vega estaba en esa edad en la que todo cambia. La última vez que hablamos por vídeo, parecía distante. Callada. Respondía con monosílabos. Lucía decía que era “cosas de adolescentes”, pero mi instinto me decía otra cosa. La intuición de un padre es algo raro; funciona incluso a seis mil kilómetros de distancia.

El avión aterrizó en la base aérea local tres horas después. Cuando la rampa bajó y el aire húmedo de España me golpeó el rostro, el pecho se me cerró.

No llamé un taxi. No llamé a Lucía. Un compañero de la base vino a recogerme.

—¿Directo a casa? —preguntó, lanzando mi bolsa a la parte trasera de su furgoneta.

Miré la hora en el móvil. 11:45 AM. Era martes.

Lucía estaría en el trabajo. Vega, en el instituto. El IES Alameda.

Observé mi uniforme. Polvoriento, arrugado, oliendo a avión. Debería ir a casa, ducharme, ponerme ropa de civil. Presentar una versión limpia de mí mismo.

Pero no podía esperar. Las ganas de verlas eran físicas, como un retortijón de hambre.

—No —dije, subiendo al asiento del copiloto—. Llévame al instituto.

—¿Seguro, tío? Pareces recién salido de un búnker.

—Eso es exactamente lo que he hecho —dije—. Conduce.

**CAPÍTULO 2: EL PASILLO**

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