Pagó tres míseras monedas por la mujer que nadie quería, sin saber que estaba comprando los restos de su propio corazón roto.

El sol caía a plomo sobre la explanada polvorienta, un lugar donde los finales se vendían al mejor postor. La subasta estaba a punto de terminar. Ya se habían ido el ganado, los caballos y las herramientas oxidadas. Lo último que quedaba, presentado sin ceremonia, era una mujer. No le dieron un nombre, solo un apodo que denotaba distancia y misterio: la mujer de la montaña. Era alta, de hombros anchos y con una maraña de cabello oscuro que parecía no haber conocido la caricia de un peine. Su mirada, sin embargo, era lo que la definía: no pedía permiso ni suplicaba perdón. Desafiaba al mundo en silencio. Llevaba un vestido que era poco más que un conjunto de harapos remendados, y sus manos, callosas y agrietadas, contaban la historia de una vida de trabajo más dura que la de cualquier hombre presente.

El subastador, un hombre con la voz gastada y el ánimo por los suelos, la anunció con desgana. «Fuerte, come poco, no habla mucho. ¿Quién la quiere?».

Unas cuantas risas vulgares y ahogadas por el calor rompieron el silencio. Nadie movió un músculo. Nadie levantó la mano.

Luca Berry no había ido allí buscando una mujer. Su lista era práctica, terrenal: alambre para las cercas, algunas semillas y, si la suerte acompañaba, una mula a buen precio. Pero al verla allí, de pie, tan sola y a la vez tan entera, una imagen asaltó su mente: el silencio de su rancho. Un silencio que se había instalado hacía casi un año, desde que su esposa, Clara, se fue para siempre. Desde entonces, cada rincón de la casa gritaba su ausencia. Su hijo Sam, con solo nueve años, intentaba llenar el vacío actuando como un hombrecito, con una seriedad impropia de su edad. June, su pequeña de seis, todavía preguntaba por su madre cada noche antes de dormir, una pregunta que a Luca le partía el alma en dos. El trabajo en la tierra era un monstruo insaciable que lo estaba consumiendo, devorando su duelo sin permitirle respirar.
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«¡Tres dólares!», insistió el subastador, su voz teñida de desesperación. «Es lo último que pido. ¡Tres míseros dólares!».

Un silencio pesado, denso como el polvo, se apoderó del lugar. Y entonces, en contra de toda lógica, en contra de su propio plan, Luca levantó la mano.

Un murmullo de sorpresa recorrió el pequeño grupo de hombres. El subastador, visiblemente aliviado, golpeó la mesa de madera con su mazo. «¡Vendido al viudo por tres!».

Luca se acercó, sintiendo todas las miradas clavadas en su espalda. Dejó las monedas oxidadas sobre la mesa y tomó el extremo de la cuerda que le tendían. La mujer levantó la cabeza lentamente. Por primera vez, sus miradas se cruzaron. Sus ojos eran de un gris tormentoso, fríos, pero increíblemente atentos. Vio en ellos una inteligencia y una profundidad que lo desconcertaron.

«Es tuya ahora», se burló el subastador. «Buena suerte con ella».

Ignorando las risas que lo siguieron, Luca la guio hacia su carro. Ella no se resistió, pero tampoco se encogió de miedo. Caminaba a su lado con una dignidad extraña, sus pasos largos, firmes y acompasados con los suyos. Era como si no estuviera siendo conducida, sino que hubiera elegido caminar en esa dirección.

 

Cuando llegaron al carro, Luca se encontró haciendo una pregunta que no había planeado. «¿Cómo te llamas?».

La respuesta tardó un instante en llegar, un instante en el que el mundo pareció contener la respiración. Cuando habló, su voz fue grave, un trueno bajo que vibró en el aire quieto.

 

 

 

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