Pagó tres míseras monedas por la mujer que nadie quería, sin saber que estaba comprando los restos de su propio corazón roto.

«Mara».

Luca se quedó petrificado. El corazón le dio un vuelco doloroso, como si un fantasma le hubiera susurrado al oído. Hacía más de quince años que no escuchaba ese nombre. Quince años desde que enterró una vida que creyó perdida para siempre.

El viaje de regreso a casa fue un largo silencio, roto únicamente por el crujido de las ruedas del carro sobre el camino de tierra. Mara iba sentada a su lado, erguida como una estatua, con las manos quietas sobre las rodillas y la vista fija en el horizonte. No había pronunciado ni una palabra más, pero su nombre resonaba en la mente de Luca, desenterrando recuerdos que había jurado olvidar.

Antes de Clara, antes de los niños, antes del rancho que ahora se sentía como una condena, había habido otra vida. Un capítulo de su juventud que creía sellado y enterrado bajo el peso de los años y las responsabilidades. En ese capítulo, el nombre de Elmara no era una coincidencia, era una promesa.

El sol comenzaba a teñir el cielo de naranjas y morados cuando el rancho apareció a lo lejos, una silueta solitaria contra las colinas. Sam estaba fuera, intentando partir leña con un hacha que era a todas luces demasiado grande y pesada para él. Al ver el carro, dejó caer la herramienta con un ruido sordo. June salió corriendo del porche, descalza, sus rizos rubios saltando con cada paso alegre.

«¡Papá!», gritó, su voz un destello de luz en la quietud del atardecer.

Luca bajó del carro, tragando saliva. ¿Cómo iba a explicar esto? «Tenemos ayuda», dijo, las palabras sonando torpes y huecas.

Mara bajó detrás de él, sin esperar a que nadie se lo indicara, con la misma gracia firme con la que caminaba. June corrió directamente hacia ella, deteniéndose a un palmo de distancia. La examinó con la descarada curiosidad de los niños y, sin el menor atisbo de miedo, le preguntó: «¿Eres mi nueva mamá?».

El aire se volvió denso. Luca se tensó, Sam apretó los labios con fuerza, su rostro una máscara de desaprobación. Mara, sin embargo, no se inmutó. Se agachó lentamente, hasta que sus ojos grises quedaron a la altura de los de la niña.

«No, pequeña. No soy tu madre», dijo con su voz grave, una voz que parecía nacer de la misma tierra. «Pero puedo cuidar de ti».

June la miró fijamente un segundo más y, satisfecha con la respuesta, le tomó la mano. Sam, por el contrario, se mantuvo a distancia, sus ojos oscuros fijos en Mara, analizándola como si fuera una amenaza.

Dentro de la casa, el habitual silencio opresivo pareció, por primera vez, un poco menos pesado. Mara observó la estancia, el desorden silencioso del duelo y el abandono, y sin necesidad de que nadie le dijera nada, se puso a trabajar. Recogió la leña que Sam había intentado cortar, encendió el fuego en la chimenea con una eficiencia asombrosa y empezó a ordenar la mesa. Cada uno de sus movimientos era deliberado, económico, lleno de un propósito que la casa había perdido hacía mucho tiempo. Luca la observaba, una extraña mezcla de desconcierto y un doloroso reconocimiento creciendo en su pecho. Había algo en su forma de moverse, en la manera en que inclinaba la cabeza, que tiraba de los hilos de un pasado que se negaba a permanecer enterrado.

Los días que siguieron trajeron un nuevo ritmo al rancho. Mara era una presencia silenciosa pero constante, una fuerza de la naturaleza que trabajaba desde el alba hasta el anochecer. En la cocina, en el campo, con los niños. June la seguía a todas partes como una pequeña sombra, fascinada por su fortaleza tranquila. Sam, sin embargo, seguía siendo un bastión de hostilidad. La vigilaba, esperando un error, un gesto que confirmara sus sospechas.

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