¡NO HAGAS ESO! LA EMPLEADA ENFRENTA A LA MADRASTRA CRUEL FRENTE AL MILLONARIO

“Leo”, gritó Marina desde la casa. Había visto todo desde la puerta. Corrió hacia el jardín sin pensar. En menos de 3 segundos ya estaba arrodillada a su lado, tocándole el rostro, revisando que pudiera mover los brazos, las manos, que no hubiera sangre. “¿Estás bien? ¿Te duele algo?” Leo temblaba. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no lloraba fuerte, solo murmuró.

Me dolió poquito, pero me empujó. Marina se quedó helada. ¿Qué? Paola me empujó. Marina se volteó furiosa. Paola seguía de pie, nerviosa, con las manos en el cabello. Fue sin querer. Él se atoró. Yo solo lo quise ayudar. Ayudar. ¿Así lo ayudas? No lo empujé fuerte, solo balbuceó Paola, pero su voz sonaba hueca. Marina no respondió. Con cuidado levantó a Leo. Enderezó la silla con fuerza. y lo sentó de nuevo.

Le acomodó la camiseta, le limpió la tierra de la cara con una servilleta que sacó del bolsillo y lo abrazó. Un abrazo firme, largo, de esos que intentan calmarlo todo. Ya pasó. Estoy aquí. No te preocupes. Te prometo que esto no va a volver a pasar. Leo se quedó en silencio con la cabeza recargada en su hombro. Tomás llegó 20 minutos después. Marina lo interceptó en la puerta sin darle tiempo de quitarse el saco. Tenemos que hablar.

¿Qué pasó? Leo tuvo un accidente. Tomás se puso pálido. ¿Dónde está? Ya está mejor. Fue en el jardín. Se cayó de la silla. Pero eso no fue lo más grave. Tomás la miró confundido. Entonces Paola lo empujó. No muy fuerte, pero él lo dijo y yo lo vi en el suelo. Ella no lo ayudó. No hizo nada. Tomás pasó las manos por su cara. No lo podía creer. Subió corriendo a ver a su hijo. Marina lo siguió desde lejos.

Leo estaba acostado. Tenía una bolsa de gel frío en la cabeza y el cuaderno arrugado en el buró. Papá, ¿estás bien? Sí, me duele poquito, pero ya estoy bien. Dime la verdad. ¿Te empujó? Leo no respondió, solo bajó la mirada. No quiero que venga más. Tomás le acarició el cabello.

Luego bajó, serio, directo al cuarto de Paola. Ella ya se estaba alistando para salir. Al verlo entrar, se cruzó de brazos. Ya te contaron el drama. No fue un drama. se cayó. Y tú no lo ayudaste. Él se estaba moviendo solo. La silla se atoró. Yo solo. Ya no importa. No puedes seguir aquí. ¿Qué? Escuchaste, “No puedes seguir aquí.” Paola lo miró como si no entendiera. ¿Me estás corriendo? Sí.

Esto ya pasó el límite. No te quiero cerca de mi hijo ni de mí. Paola rió con incredulidad. ¿Por qué? Por esa niñita que tienes trabajando abajo. Te está metiendo cosas en la cabeza. Marina solo dice la verdad y Leo también. Claro, perfectos los dos, gritó ella perdiendo la calma. ¿Sabes qué? Te vas a arrepentir.

Tomás no contestó, solo abrió la puerta y señaló hacia afuera. Paola recogió su bolso con furia, salió empujando la puerta con fuerza, sin mirar atrás. En la sala, Marina abrazaba a Leo, que ya había bajado, lo envolvió con una cobija y le dio un té caliente. Tomás los observó desde la escalera.

Por primera vez en semanas vio con claridad lo que siempre estuvo frente a sus ojos. Desde el incidente en el jardín, la casa entera parecía respirar distinto. Paola ya no estaba. Tomás la había sacado sin rodeos. Leo se notaba más tranquilo y aunque no decía mucho del tema, todos podían ver que había soltado algo que le pesaba desde hacía semanas.

Sin embargo, para Marina las cosas no se sentían bien. No por Paola ni por lo que pasó, sino porque algo dentro de ella se estaba empezando a romper. No era rabia, era cansancio, pero no de cuerpo, sino de alma. Había pasado mucho tiempo callando, aguantando, ayudando sin esperar nada. Y hasta ahora que todo se estaba acomodando poco a poco, ella sentía que era la única que no tenía lugar.

Era como si la casa fuera de todos, menos de ella. Esa mañana, mientras preparaba hotcakes para Leo, Tomás bajó temprano. Se notaba más relajado, más presente. Le ayudó a poner la mesa, le sirvió jugo al niño y hasta se animó a bromear un poco. No sé cómo le haces, Marina. Tienen mejor sabor cuando tú los haces.

Solo hay que mezclar con cariño, respondió ella sonriendo. Y tú no te sientas con nosotros. Prefiero esperar. No me gusta comer apurada. Tomás la miró, pero no insistió. Después del desayuno, Leo se quedó viendo caricaturas y Tomás salió al jardín a tomar una llamada. Marina se quedó recogiendo la cocina. Cada plato, cada trapo, cada rincón la hacían pensar en todo lo que había pasado, en todo lo que había callado, en las veces que Paola la humilló disimuladamente, en las veces que tuvo que apretar los dientes cuando escuchaba cómo trataba a Leo, en cómo cada día fingía que no sentía nada,

ni por Tomás, ni por la vida que empezaba a nacer ahí, frente a sus ojos. Ya no podía más. Guardó los trastes con más fuerza de la necesaria, secó la barra con rapidez, acomodó las servilletas dobladas como siempre, pero con las manos tensas. No estaba enojada con nadie, solo con ella misma, por haberse quedado callada tanto tiempo. Tomás entró por la puerta del jardín y se le quedó viendo desde la entrada.

¿Todo bien? Sí, dijo ella sin voltearlo a ver. ¿Segura? Sí. Tomás caminó hasta el fregadero y se apoyó en la barra. ¿Quieres hablar? ¿Y de qué serviría? Tomás frunció el ceño. ¿Cómo? Marina se volteó por fin y lo miró directo a los ojos. He estado aquí desde el principio. He visto todo. He cuidado de Leo como si fuera mío.

He aguantado insultos, humillaciones, miradas feas y palabras que no me merezco. Y todo eso lo hice porque ese niño me importa y porque pensé que yo también importaba aquí. Tomás se quedó mudo. No esperaba eso. Nunca la había visto así. Marina no gritaba, no lloraba. Pero su voz temblaba y eso dolía más que cualquier grito. Tú sabes lo que Paola me dijo. ¿Sabes cómo trató a Leo? Lo viste y aún así dudaste. Dudaste de mí.

Y eso, eso fue lo peor. Tomás dio un paso al frente. Yo nunca dudé de ti, Marina. Dudé de mí, de mis decisiones, de todo. Pues entonces haz algo, porque yo ya no puedo seguir siendo la que pone todo y se queda con nada. Se hizo un silencio denso de esos que duelen. ¿Te quieres ir? No, respondió Marina bajando la mirada, pero tampoco quiero quedarme sintiéndome invisible. Tomás respiró hondo. No eres invisible, Marina.

Tú eres lo único real que tengo en esta casa. Ella lo miró sorprendida, pero antes de que pudiera responder, Leo entró corriendo, o tan rápido como podía moverse en su silla eléctrica con una hoja en la mano. Marina, mira lo que hice. Marina se agachó a su altura con lágrimas que no quería que se notaran.

¿Qué es eso? Es un dibujo de nosotros tres, tú, mi papá y yo. Mira, aquí estás tú con el mandil, él con su celular y yo con mi silla, pero todos estamos sonriendo. Marina lo abrazó apretándolo fuerte. Tomás los miró y en ese momento algo en su interior se acomodó, como si al fin viera claro lo que tenía frente a él, como si la venda que no sabía que tenía por fin se hubiera caído.

Más tarde, Marina subió a su cuarto. Estaba agotada. se sentó en la orilla de la cama con la hoja del dibujo aún en la mano. Era sencilla, con trazos torpes y colores mal combinados, pero para ella era lo más valioso del mundo. Tocaron la puerta. Era Tomás. ¿Puedo pasar? Sí. Entró y se quedó parado en la entrada. Tienes razón en todo lo que dijiste. Marina bajó la mirada.

No lo dije para que me des la razón. Lo dije porque ya no podía cargarlo sola. Tomás caminó hasta quedar frente a ella. No quiero que te sientas sola. ni invisible. Quiero que sepas que gracias a ti Leo volvió a ser niño y yo volví a ser persona. Marina lo miró en silencio. Yo también estoy roto, Marina, pero tú has sido el pegamento y no sé cómo agradecerte eso.

Ella sonrió, pero con tristeza. No tienes que agradecerme, solo tienes que estar. Tomás asintió. Entonces aquí me quedo. Y no se movió. Se sentó a su lado sin tocarla, sin decir nada más. Solo se quedó ahí. con ella a su lado y por primera vez en mucho tiempo. Marina no sintió que estaba sola. El calendario marcaba el 24. Era el cumpleaños de Leo, 8 años.

Marina lo había anotado en una hoja desde el primer mes que llegó a la casa. No necesitaba recordatorios, pero igual lo escribió como una promesa silenciosa de que ese día no iba a pasar desapercibido. Tomás, por su parte, llevaba varios días planeando algo especial. No era el tipo de hombre que organizaba fiestas, pero esta vez quería hacer las cosas diferentes.

Quería compensar lo que no pudo hacer los últimos dos años. Sandra, su asistente, le ayudó a contratar una empresa que armaba decoraciones sencillas en casa. Pidió globos, una mesa con dulces, una piñata, aunque Leo no podía romperla, sí podía verla. y pastel quería algo tranquilo, bonito. Leo le había dicho que no quería niños ni desconocida.

Solo quería estar con los que lo querían. Todo iba bien hasta que Tomás cometió el error de invitar a Paola. No directamente, no con palabras, pero sí con un mensaje que ella no dejó pasar. una historia que él subió a redes sociales con un globo con el número ocho.

Paola lo vio, le contestó con un emoji de corazón y al día siguiente, sin avisar, llegó con un regalo enorme envuelto en papel dorado y moño rojo. Marina abrió la puerta. “Hola”, dijo Paola como si nada. “¿Está Tomás? Está en el jardín decorando. Vengo a felicitar al niño. ¿Puedo pasar?” Marina no se movió.

Por un segundo pensó en decirle que no, pero Leo estaba en su cuarto esperando que todo fuera perfecto y armar una escena no era opción. Claro dijo sin emoción. Paola entró como si nunca se hubiera ido. Saludó con una sonrisa a los empleados. Caminó con seguridad hasta el jardín y cuando Tomás la vio, se le fue el color de la cara. ¿Qué haces aquí? Vine a ver al cumpleañero. Tranquilo, no vengo a pelear. Tomás tragó saliva.

Quiso decirle que se fuera, pero ya la tenía ahí con regalos, con sonrisa, con presencia. Miró hacia la casa y ahí estaba Leo viendo todo desde la ventana. 5 minutos dijo Tomás. Lo que tú digas, respondió ella. La fiesta fue sencilla. Marina hizo sándwiches de jamón con forma de estrellas, preparó agua de fresa natural, puso música de caricaturas y colgó unas guirnaldas que había guardado del año anterior.

Tomás se ocupó de inflar y preparar una mesa con dulces. Leo bajó con su camisa favorita, la azul con rayas y la cara iluminada. Era la primera vez en mucho tiempo que se veía feliz desde temprano. Paola intentó acercarse con el regalo. “Mira, Leo, te traje algo increíble.” Leo la miró. Luego miró a Marina y luego a su papá.

No dijo nada, solo asintió y recibió el paquete sin emoción. “No lo vas a abrir más tarde”, dijo el niño. Paola sonrió tensa, se alejó unos pasos y se sentó en una esquina del jardín. La fiesta siguió. Cantaron las mañanitas. Tomás le puso la corona de cumpleaños y Leo sopló la vela con fuerza. Todos aplaudieron hasta Paola.

Después del pastel, Tomás se acercó a Marina. Gracias por todo esto. Sé que hiciste más de lo que te tocaba. No es por ti, es por él. Igual te lo agradezco. Marina lo miró con una media sonrisa y sin querer sus ojos se encontraron.

No fue una mirada cualquiera, fue de esas que dicen más de lo que uno está dispuesto a aceptar. A lo lejos, Paola los observaba. El gesto en su cara cambió. Sonríó, pero sus ojos no lo acompañaban. Al final de la tarde, cuando todos estaban guardando las cosas, Tomás se acercó a Paola. Gracias por venir, pero ya es hora. ¿Me estás corriendo? No, solo creo que ya cumpliste con tu parte. Paola se acercó más de lo necesario. ¿Y ella, qué? También ya cumplió.

No es lo mismo. Claro que no. Ella tiene al niño de su lado. Yo solo tengo lo que tú me diste, que ya no me estás dando. Tomás no respondió, solo le hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta. Te voy a decir algo, Tomás, dijo Paola con voz baja. Ten cuidado con la gente que parece buena, a veces se esconden cosas peores que uno. Tomás no contestó.

Paola salió de la casa con los tacones marcando el piso con fuerza. Marina la vio pasar desde la cocina. Esa noche, Leo subió con su dibujo y lo pegó en la puerta de su cuarto. Era una fiesta con un sol grande y tres personas, él, Marina y su papá. Paola no estaba.

¿Te gustó tu cumpleaños?, le preguntó Marina mientras lo arropaba. Sí, fue el mejor. ¿Y el regalo que no abriste, Leo lo pensó, lo puedo donar? Claro. Marina lo abrazó. Lo hizo con fuerza, con amor. De esos abrazos que no necesitan palabras. Abajo Tomás veía las fotos del día en su celular. En todas Leo sonreía. En ninguna aparecía Paola.

Después del cumpleaños, la casa quedó en silencio otra vez. No ese silencio tenso ni incómodo que había antes, sino uno distinto de descanso, como cuando alguien se acuesta por fin después de un día pesado. Marina recogía los últimos globos que habían quedado pegados al techo mientras Leo veía televisión con los pies cubiertos por una cobija.

Tomás estaba en su despacho, pero con la puerta abierta. Como hacía tiempo no pasaba. Ahora se le notaba más presente, más disponible. Marina subió a llevarle a Leo un vaso de leche con canela. El niño la recibió con una sonrisa cansada, pero feliz. Se lo tomó despacito mientras ella se sentaba a su lado en la cama. ¿Te gustó cómo decoramos todo? Sí.

Lo que más me gustó fue la música de caricaturas, dijo Leo sonriendo. Y los sándwiches con forma de estrellas. Eso fue idea tuya. Sí, sí. Tú lo dibujaste hace semanas. Dijiste que querías comida que se viera divertida. Leo rió bajito. Ah, sí. Se me había olvidado. Hubo un momento de silencio. Marina pensó que ya se iba a quedar dormido, pero entonces Leo habló bajito, casi como un secreto.

¿Sabes que no me gustó? ¿Qué? Que mi papá la dejó entrar. Marina lo miró en silencio. Él me dijo que ya no iba a venir más, pero ella llegó y se quedó un rato. Y aunque no hizo nada, yo sentí que todo podía volver a ponerse feo. ¿Se lo dijiste? No, porque seguro me dice que no fue para tanto, que fue solo una visita, que no me preocupe, siempre dice eso. Marina suspiró. A veces los adultos también se confunden.

Quieren hacer lo correcto, pero no siempre saben cómo. Leo bajó la mirada. Yo no quiero que regrese nunca. ¿Estás seguro? Sí. Cuando ella está cerca, me siento como si no importara, como si no pudiera hablar, como si me apretaran el pecho. Marina le acarició la cabeza. Suave. Voy a estar pendiente. Sí. No voy a dejar que eso pase otra vez.

¿Tú te vas a quedar? Sí, Leo. Yo me voy a quedar. Aunque mi papá se enoje. Él no está enojado, solo está aprendiendo. Leo asintió. Despacio, cerró los ojos y se quedó dormido con el vaso vacío entre las manos. Minutos después, Tomás subió. Marina seguía en el cuarto, sentada en la orilla de la cama, mirando como Leo respiraba profundo. Tomás se detuvo en la puerta, observándolos. ¿Todo bien? Sí.

¿Ya se durmió? ¿Te dijo algo? Sí, respondió ella sin moverse. Que no quiere verla más. Tomás bajó la mirada. También me lo dijo a mí, no así tan claro, pero lo noté. ¿Y tú qué vas a hacer? No la voy a volver a invitar. ¿Estás seguro? Estoy seguro.

Tomás caminó despacio hasta el borde de la cama y se sentó al lado contrario de Marina. Se quedaron así en silencio con Leo dormido entre los dos, como si fueran una familia que no sabía cómo llamarse todavía. “A veces me siento un fracaso como papá”, dijo Tomás de pronto. “Siento que no sé protegerlo. Tú haces lo que puedes, pero necesitas escuchar más.” “Lo sé.

Él no necesita que lo salves, solo que estés, que lo escuches, que lo mires.” Tomás asintió. “Gracias, Marina.” Ella no respondió, solo se levantó en silencio, le acomodó bien la cobija al niño y salió de la habitación. Esa noche, en su cuarto, Marina se quedó acostada con los ojos abiertos.

Sentía que algo estaba a punto de cambiar, pero no sabía si eso era bueno o malo. Sentía el corazón inquieto, como cuando uno sabe que algo viene, pero no puede evitarlo. Al día siguiente, en el desayuno, Leo estaba callado, pero no triste. Jugaba con su cereal, haciendo círculos con la cuchara. Tomás bajó con el cabello aún húmedo y una camisa arrugada. Marina se la alisó con una pasada rápida de mano. Él le sonrió agradecido.

¿Y si hacemos algo hoy en la tarde?, preguntó Tomás mientras se sentaba. Tú escoges, Leo. ¿Puedo pensarlo? Claro, pero no tardes mucho, que quiero cancelarlo todo para estar contigo. Leo levantó la vista. Era raro que su papá hablara así. Marina notó como al niño se le iluminaban los ojos, aunque intentara disimularlo.

“Podemos ver la película de los robots, la segunda parte. Hecho”, dijo Tomás levantando el pulgar. La mañana pasó tranquila. Marina lavó ropa, ordenó el cuarto de servicio y preparó una pasta para el almuerzo. Leo estuvo dibujando en la terraza y Tomás hizo algunas llamadas desde el estudio, pero sin encerrarse tanto como antes. Después de comer, los tres se sentaron en la sala.

Tomás puso la película y Marina trajo palomitas. Leo estaba en medio con una cobija sobre las piernas. A la mitad de la película se inclinó hacia su papá. Papá, ¿qué pasó? Quiero decirte algo. Dime. No quiero que busques más a Paola. Tomás apagó el televisor. Marina se quedó quieta.

Ya no lo iba a hacer, respondió él. Lo prometo. Aunque te quedes solo. No estoy solo. Estoy contigo. Leo miró a Marina, luego volvió a su papá y con Marina también. Tomás tragó saliva, sintió un nudo en la garganta. Sí, también con Marina. Leo sonríó, pero esta vez no fue una sonrisa forzada, fue de verdad, de esas que nacen despacito, pero se quedan mucho tiempo. Esa noche, mientras Marina preparaba el té, Tomás se acercó a la barra de la cocina.

¿Puedo preguntarte algo? Claro. ¿Tú quieres quedarte aquí? Marina lo miró. Depende de qué. de que me mires de frente, no como la empleada, no como la mujer que cuida a tu hijo, como lo que soy, una persona que siente, que a veces se cansa, que está dando más de lo que muestra. Tomás la miró fijo.

Y si te dijera que ya lo estoy haciendo, entonces me quedo. Tomás sonríó. Marina también. No necesitaban decir más. Y arriba, en su cuarto, Leo dibujaba otra vez, ahora con colores vivos. Dibujaba una casa, un árbol y tres figuras tomadas de la mano. Ya no le dolía tanto hablar porque lo que dijo esa tarde al fin fue escuchado. Era jueves por la tarde.

El cielo estaba medio nublado y se sentía ese aire raro de cuando algo va a pasar, aunque todavía no sabes qué. Tomás había salido a una reunión importante que no podía postergar. Marina se quedó a cargo de todo como siempre. Leo estaba en la sala tranquilo viendo su caricatura favorita. Ya habían comido y el ambiente se sentía en paz.

Marina recogía los platos del comedor cuando escuchó el timbre. No esperaba a nadie y Tomás tampoco había mencionado visitas. Se limpió las manos con el trapo de cocina y fue a abrir la puerta con el ceño fruncido. Y ahí estaba Paola, de pie, con los brazos cruzados, la cara seria y un bolso pequeño colgado del hombro. No traía maquillaje ni esa actitud pesada de siempre.

Se notaba que no venía a fingir sonrisas. Hola”, dijo con voz seca. “¿Qué haces aquí? Vine a hablar con Tomás.” “No está, lo sé, pero igual voy a pasar, ¿no?” Paola empujó un poco la puerta sin fuerza, pero con firmeza. No me vas a cerrar la puerta. No, después de todo. Ya no tienes nada que hacer aquí, Paola. Él fue claro. No vine a verlo a él. Vine a verte a ti.

Marina se quedó helada por un segundo. Luego frunció el ceño. A mí. Sí, porque me cansé de hacer como que no veo lo que está pasando. No entiendo. Claro que entiendes. Tú te metiste, te aprovechaste del dolor, de la casa vacía, del niño, jugaste a ser buena, a ser indispensable y lo lograste. Me sacaste de su vida. Marina soltó la perilla de la puerta. No te saqué.

Te sacaste sola con tu forma de ser. No me vengas con discursos de telenovela. No eres tan inocente como pareces. Te metiste entre Tomás y yo desde el primer día. Yo no me metí con nadie. Tú trataste a Leo como si fuera un estorbo. Lo gritaste, lo empujaste, lo humillaste. Eso no es culpa mía.

¿Y tú qué eres tú? ¿Una santa? ¿una mujer que cuida niños porque tiene un corazón enorme? No, tú también tienes tu historia, tu dolor, tu necesidad de llenar vacíos. Sí, tengo mi historia, como todos, pero no vine a esta casa a buscar nada. Solo quería trabajar en paz y terminé queriéndolos más de lo que imaginé. Qué conveniente, ¿no? Qué humano.

Paola la miró con rabia contenida. Caminó hacia el centro de la sala. Leo, que había escuchado voces, estaba ya en el pasillo, observando en silencio desde su silla. “¿Qué haces aquí?”, dijo con voz temblorosa. Paola lo miró sorprendida. “Tranquilo, no vine por ti. Entonces vete.” Marina fue hacia Leo y se puso a su lado como un escudo. “Ya escuchaste, “No tienes nada que hacer aquí. Me voy a ir”, dijo Paola.

Pero antes quiero que me escuches bien. ¿Para qué? Porque tú crees que ganaste, pero no es así. Te quedaste con una casa llena de recuerdos, con un hombre que no sabe lo que quiere y con un niño que te ve como salvación, pero que algún día también te va a voltear la cara cuando no le des lo que necesita. Eso piensas de él, eso pienso de todos.

Nadie se queda donde no le conviene. Pues yo me quedo, no porque me convenga, me quedo porque los quiero y porque cuando uno quiere de verdad no se va corriendo. Paola se ríó sin ganas. Ya veremos cuánto te dura eso. Tomás llegó en ese momento, abrió la puerta sin saber lo que pasaba y se encontró con la escena.

Marina de pie firme, Leo en su silla detrás de ella y Paola al centro de la sala con la mirada encendida. ¿Qué está pasando aquí? Nada. dijo Paola girándose hacia él. Solo vine a despedirme. Te dije que no volvieras y tú dijiste muchas cosas, pero ya no importa, me voy. Solo vine a ver de cerca lo que perdiste. Tomás no respondió. La miró con una mezcla de decepción y lástima.

Paola, no digas nada. Ya sé, ya entendí. Se acercó a la puerta y antes de salir lanzó una última mirada a Marina. Suerte con tu nuevo papel. No es fácil ser la mujer perfecta. Algún día vas a fallar y ahí estaré para verlo. Salió y la puerta se cerró. El sonido retumbó en la casa como un portazo emocional.

Tomás respiró hondo, se pasó la mano por la cara, miró a Leo, que seguía sin moverse, luego a Marina. ¿Estás bien? Sí. ¿Qué te dijo? Nada que no supiera ya. Tomás se acercó y tocó el hombro de Leo. ¿Tú estás bien, hijo? Sí, seguro. Papá. ¿Qué? No dejes que vuelva. No va a volver.

Marina lo miró de reojo y por primera vez vio en Tomás una seguridad que antes no tenía. No estaba dudando, no estaba pensando en qué decir, solo estaba ahí seguro de lo que decía. Gracias, dijo Leo bajito. Marina le acarició el cabello y le sonrió. Luego fue a la cocina. Necesitaba un vaso de agua. Sus manos temblaban un poco. Tomás la siguió. No debí dejar que se acercara otra vez. No dijo ella sin voltearlo a ver. Pero lo hiciste. Lo hice.

Y ahora ya no hay margen para errores. Él no puede volver a pasar por esto. Lo sé. ¿Y tú qué vas a hacer ahora? Tomás se quedó en silencio. Luego se acercó más. Lo que debía hacer desde el principio. Estar con ustedes, escuchar, cuidarlos y si me dejas, repararlo todo. Marina lo miró. No dijo que sí, no dijo que no, solo lo miró. Y en sus ojos por primera vez no había miedo. Había verdad.

La casa quedó en silencio después de la salida de Paola. Un silencio denso, pero no por lo que se dijo, sino por lo que no se dijo. Era de esos momentos en los que no hace falta gritar para que todo pese. Tomás cerró la puerta con lentitud, sin mirar atrás. Se quedó parado unos segundos con la mano en la manija, como si esperara algo más, como si esperara que el aire se aclarara solo. No pasó. Giró lentamente y caminó hacia la sala.

Marina ya no estaba. Leo tampoco. La sala seguía con los cojines mal acomodados, las cortinas abiertas. la mesa con una taza a medio tomar. Todo parecía normal, pero no lo era. Nada estaba normal desde hace tiempo. Tomás se sentó en el sillón y apoyó los codos en las rodillas.

Se frotó la cara con las manos y respiró hondo. Una parte de él sentía que había hecho lo correcto, pero otra sentía que ya era tarde. No sabía por dónde empezar. Subió las escaleras sin prisa, pasó por el cuarto de Leo y se asomó. Estaba dormido de lado, con una mantita delgadita encima. Su carita estaba tranquila, pero aún tenía el ceño levemente fruncido. Tomás entró despacio, se acercó y le acomodó la cobija sin hacer ruido.

Se quedó viéndolo un momento largo, en silencio, como si estuviera pidiendo perdón sin palabras. Después fue al cuarto de Marina, tocó la puerta una, dos veces. Nadie contestó. Dudó. Pensó en insistir, pensó en no hacerlo. Al final se quedó ahí parado, con la mano suspendida a medio camino. No tocó otra vez, bajó.

fue a la cocina. Marina estaba ahí de espaldas en silencio, lavando una cuchara que ya estaba limpia. No dijo nada al verlo. Él se apoyó en el marco de la puerta y se quedó así observándola. “¿Hace cuánto sabes que esto iba a pasar?”, preguntó él sin levantar mucho la voz. “¿Qué? ¿Que yo me iba a equivocar? ¿Que iba a meter a la persona equivocada? ¿Que iba a lastimar a Leo, no lo sabía.

Solo tenía miedo de que pasara. Tomás asintió. Bajo la mirada. Marina dejó la cuchara a un lado, se secó las manos con un trapo y lo miró. No estás solo en esto, pero tienes que aprender a estar contigo también. Me cuesta. Lo sé. ¿Y tú qué? ¿Tú cómo estás? Esa pregunta la tomó por sorpresa. Nadie le había preguntado eso en mucho tiempo.

Se cruzó de brazos, respiró profundo y respondió sin pensarlo demasiado. Cansada, pero fuerte, Tomás dio un paso más hacia ella. Quiero que las cosas cambien. que estemos bien los tres. Y sabes cómo quiero aprender. Marina no respondió. Sus ojos decían muchas cosas, pero sus labios se quedaron en silencio. Él se acercó un poco más, no para tocarla, solo para que lo sintiera cerca. Te fallé. Nos fallamos todos.

¿Me das otra oportunidad? Marina bajó la mirada. No dijo que sí. Tampoco dijo que no. Solo volvió a secarse las manos, esta vez con más fuerza. Luego caminó hacia la puerta sin mirarlo. Tengo que preparar la cena. Tomás se quedó solo en la cocina. No la siguió, no insistió, solo se apoyó en la barra y cerró los ojos. El silencio de Marina pesaba.

No porque lo culpara, sino porque decía todo lo que ella no quería repetir. Esa noche la cena fue distinta. Marina cocinó como siempre, con dedicación, sin hablar demasiado. Leo bajó con mejor cara, comió tranquilo, hizo un par de preguntas, contó un chiste malo. Tomás río. Marina sonrió. ¿Podemos ver una peli?, preguntó Leo al terminar.

Sí, claro, dijo Tomás levantándose de la mesa. Pero quiero que también venga Marina, ella dudó, miró a Tomás, luego a Leo y al final asintió. Se sentaron en la sala los tres. Leo en el centro, con una cobija hasta el pecho, Marina a un lado, Tomás al otro. Pusieron una comedia tonta que al niño le encantaba. Se reían a ratos.

Otras veces solo se miraban de reojo. Pero nadie habló de lo que pasó. Cuando la película terminó, Leo se quedó dormido. Tomás lo cargó con cuidado y lo subió a su cuarto. Marina los vio desde abajo. Luego se quedó sola en la sala, recogiendo vasos y enderezando los cojines.

Tomás bajó después, despacio, con pasos lentos, la encontró limpiando un charquito de jugo en la mesa. Déjalo, yo lo hago. Ya estoy en eso. No tienes que hacerlo todo tú. Marina se detuvo. Lo miró. No es que quiera hacerlo todo, es que si yo no lo hago, nadie lo hace. Tomás sintió ese golpe en el pecho. No tenía respuesta. Me duele que sientas eso dijo él bajito.

Me duele sentirlo, pero es la verdad. Quiero cambiarlo. Empieza por mirar. Ver de verdad. Se hizo otro silencio. Esta vez diferente, como si estuvieran diciendo adiós a una forma de vivir que ya no tenía sentido. Tomás dio un paso atrás, no para irse, para no presionar. Buenas noches,

Mariná. Buenas noches. Él se fue a su cuarto, cerró la puerta, no encendió la luz, se sentó en la orilla de la cama y se quedó ahí sin moverse. No lloró, no habló, solo dejó que el silencio lo llenara, porque a veces no hay nada más que decir, solo aceptar y aprender a quedarse. Al día siguiente, la casa amaneció en calma, pero no era una calma ligera ni bonita.

Era de esa que se siente después de una tormenta, cuando todo parece estar en su lugar, pero el suelo todavía está húmedo y el aire sigue espeso. Marina bajó temprano como siempre. Puso el café, preparó avena con plátano para Leo y pan tostado para Tomás. No tenía ganas de hablar.

Solo quería que el día pasara sin sobresaltos, sin visitas inesperadas, sin reclamos ni gestos incómodos. Tomás bajó un rato después. Llevaba la misma ropa del día anterior, el cabello desordenado, ojeras marcadas, se sentó sin decir palabra. Marina le sirvió el desayuno y se alejó sin mirarlo. “Gracias”, dijo él después de unos segundos. Ella solo asintió. Leo no tardó en bajar. Entró a la cocina manejando su silla con soltura.

Llevaba una playera con estampado de marcianitos que Marina le había regalado. Estaba de mejor humor. Saludó, se sirvió jugo solo y se sentó frente a su papá. “¿Dormiste bien?”, le preguntó Tomás. Sí, soñé que podía volar como Superman. No, como un robot, pero con alas. Tomás sonrió. Marina también, aunque no se volteó. Después del desayuno, cada quien tomó su rumbo. Leo fue a la sala a dibujar.

Marina se fue al lavadero. Tomás se encerró en su despacho. El día avanzaba. Y aunque no parecía que algo fuera a pasar, la casa estaba como esperando, como si supiera que todavía faltaba un capítulo por cerrarse. Y ese capítulo llegó al mediodía. La puerta sonó, tres golpes secos.

Marina, que estaba en el pasillo, fue a abrir y ahí estaba él, un hombre de unos treint y tantos con barba mal rasurada, una chamarra de mezclilla vieja y cara de crudo. Tenía los ojos rojos y el gesto torcido. “Aquí vive Paola”, preguntó sin saludar. No, dijo Marina de inmediato. Aquí no vive, pero venía aquí. Yo la traía. Yo la esperé muchas veces afuera. No te hagas.

Marina lo miró alerta. ¿Quién es usted? Su hermano. Tomás apareció en ese momento desde las escaleras. Escuchó la última parte y bajó sin prisa. Tú eres Tomás. Sí. Mira nás. Con razón la loca andaba tan entusiasmada. Esta casa está de revista. ¿Qué necesitas? El hombre se rascó el cuello. Se notaba inquieto. Solo quería que supieras que Paola no era tan sincera como decía.

Yo no me llevo bien con ella, pero me pidió prestado dinero hace unos meses para unas cosas de trabajo. Resulta que no era para eso. Era para meterse aquí. Dijo que iba a arreglar su futuro. Tomás apretó la mandíbula. ¿Y qué quieres ahora? Nada. Solo decirte que no te dejes engañar. que Paola no estaba aquí por amor.

Ella, el hombre, se rió solo, como si le diera pena ajena. Ella decía que tú eras fácil de manejar, que no te dabas cuenta de nada y que si se ganaba al niño, ya la tenía hecha. Pero ya ves cómo terminó eso. Marina no dijo nada, solo observaba. ¿Y tú qué ganas contándome todo esto? Nada. O sí, no sé, tal vez algo de dinero para el pasaje. No voy a mentirte.

Tomás sacó un par de billetes de la cartera y se los extendió. Gracias por decir la verdad. Ahora vete. El hombre los tomó, hizo una seña con la cabeza y se fue sin mirar atrás. Tomás cerró la puerta y se quedó quieto con la vista clavada en el suelo. “¿Ya lo sabías?”, le preguntó Marina en voz baja. Lo sospechaba, “pero ahora lo sé.

¿Y eso te deja más tranquilo? No me deja más avergonzado.” Marina no dijo nada más. Volvió a la cocina. Más tarde, Tomás se acercó a Leo, que seguía dibujando en la sala. “¿Me enseñas qué haces? Estoy dibujando un robot con un escudo. ¿Por qué con escudo? Porque se defiende. Tomás lo miró en silencio. Luego se sentó a su lado.

Tú te sientes así, como si tuvieras que defenderte. Leo dejó de dibujar. A veces sí. Cuando nadie me escucha. Tomás bajó la cabeza. Se sintió más pequeño que nunca. Quiero que sepas que no va a volver a pasar. Lo prometo. ¿De verdad? Sí. Y no solo porque me lo digas tú, también porque Marina me abrió los ojos. Leo sonrió.

Ella siempre dice la verdad. Aunque duela, Tomás lo miró. En esa frase tan sencilla, había más sabiduría que en todo lo que él había pensado en semanas. Horas después, Tomás subió al cuarto de Marina. Tocó la puerta con más decisión que la vez anterior. Ella abrió. Estaba sin delantal, con el cabello suelto y un gesto cansado. ¿Puedo pasar? Sí.

Él entró y se quedó de pie en medio de la habitación. No sabía por dónde empezar. Vino el hermano de Paola. Lo vi. Me confirmó todo. Marina lo miró sin sorpresa. Lo imaginaba. Me siento como un tonto. No lo eres. Solo estabas buscando algo. Todos lo hacemos. Tomás se sentó en el borde de la cama. Marina se apoyó en la pared.

Me duele haber puesto a Leo en esa situación, pero lo sacaste a tiempo. Porque tú me abriste los ojos. Yo estaba ciego, confiando por necesidad, queriendo no ver lo que era evidente. Y ahora que lo viste, ¿qué sigue? Tomás la miró. seguir, pero de verdad, no pretendiendo, no llenando vacíos con lo primero que aparece.

Marina se acercó un poco más, lo suficiente para que él sintiera su presencia. ¿Y sabes con quién quieres seguir? Sí, lo tengo claro. Marina bajó la mirada. Sus dedos se apretaron entre sí. No me digas lo que crees que quiero oír, Tomás. No te digo lo que siento. ¿Y estás seguro? Lo estoy desde hace mucho, solo que no me había dado cuenta. Se miraron.

No con prisa, no con urgencia, con calma, con verdad. Y en ese silencio, esta vez no hubo culpa, hubo entendimiento. Las tardes habían comenzado a sentirse más frescas. El cielo ya no ardía con ese sol pesado de hace semanas. Ahora el viento entraba suave por las ventanas y la casa tenía un ritmo distinto, más tranquilo, más firme. Tomás pasaba más tiempo con Leo. Jugaban, hablaban, se reían.

Marina ya no era solo la que preparaba la comida o lavaba la ropa. Estaba de verdad en cada parte del día, aunque ninguno lo dijera. Los tres se estaban convirtiendo en algo más que familia, algo que no tenía nombre todavía, pero que se sentía real. Todo parecía ir por el camino correcto hasta que una llamada lo cambió todo. Era mediodía.

Marina estaba en el jardín colgando ropa. Leo dormía una siesta corta en su cuarto. Tomás se encontraba en la cocina organizando algunos papeles. Su celular sonó. Era un número desconocido. Dudó un segundo, pero contestó, “Bueno, Tomás, soy yo.” Su voz era inconfundible. Paola. Sonaba diferente, apagada, con una calma que no era suya.

¿Qué quieres? No te voy a molestar. Solo quiero verte una vez más, Paola. Solo una vez. No para pelear, no para volver. Necesito hablar contigo, decirte algo que nunca te dije. Tomás se quedó en silencio unos segundos. El corazón le latía fuerte, pero no por nostalgia. Era más como un presentimiento. Está bien, pero no aquí. No, yo te digo dónde. Un café en el centro. Mañana a las 5. Voy. Y colgó.

esa noche no dijo nada a Marina, no porque quisiera ocultárselo, sino porque no sabía cómo decirlo. Sabía que ella confiaba en él, pero también sabía que la herida estaba muy reciente. Al día siguiente, llegó al café 15 minutos antes. Se sentó en una mesa junto a la ventana. El lugar era pequeño, con olor a pan recién horneado. A los 20 minutos, Paola entró.

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