¡NO HAGAS ESO! LA EMPLEADA ENFRENTA A LA MADRASTRA CRUEL FRENTE AL MILLONARIO

Llevaba un suéter gris sin maquillaje y el cabello recogido. No se veía como la mujer que había llegado con moño rojo y regalo dorado semanas atrás. Se sentó frente a él sin saludar. Gracias por venir. No sé si fue buena idea. Tú decides al final. Solo escucha. No te voy a quitar mucho tiempo. Tomás se cruzó de brazos y esperó.

Cuando nos conocimos, empezó ella, yo no buscaba nada serio. Tú fuiste una oportunidad, una vida cómoda, un hombre bueno. Pero yo no estaba bien, no estaba completa. Tenía broncas en casa, con mi familia, conmigo misma y pensé que si me quedaba contigo todo eso se iba a arreglar. Y no se arregló. No, empeoró porque fingí. Fingí que me gustaba Leo. Fingí que me gustaba esa vida. Fingí que podía ser parte de algo que no entendía.

Tomás bajó la mirada. Y lo peor, siguió Paola, fue que comencé a culpar a los demás, a ti, a tu hijo, a la casa, a Marina. Ella nunca te hizo nada. No, solo me mostró todo lo que yo no era capaz de ser. Y eso me dolió. Me dio rabia ver cómo ella conectaba con Leo en días, mientras yo solo provocaba distancia. Me sentía reemplazada antes de ser algo real.

Entonces, ¿por qué no te fuiste antes? Porque quería ganar como si fuera un juego. Quería que tú me eligieras, que ella quedara fuera, que Leo me viera como su familia. Pero nada de eso pasó. Tomás la miró fijamente. ¿Y ahora qué quieres? Nada. Solo quería decirte la verdad porque sé que lo arruiné. No busco que me perdones ni que me aceptes.

Solo quiero cerrar este capítulo sin más mentiras. Y tu hermano Paola se rió por lo bajo, siempre buscando sacar ventaja. Él me prestó dinero creyendo que iba a casarme contigo. Así de torcido está todo. Y tú se lo dijiste. Tal vez, tal vez no. Ya no importa. Solo quería vivir una historia que no era mía. Tomás suspiró.

El silencio entre ellos fue largo. “Te deseo que estés bien”, dijo él finalmente. “yo también a ti y a Leo y a ella, aunque me cueste.” Paola se levantó, sacó de su bolso una foto doblada y la dejó sobre la mesa. “Es de mi mamá. Ella murió hace poco. Nunca lo dije. Creo que por eso también estaba tan fuera de mí.” Tomás tomó la foto.

Era una mujer mayor, sonriente, sentada en una banca de parque. No sabía. No le conté a nadie. Me daba vergüenza decir que me dolía. ¿Por qué? Porque nadie espera que tú sientas cosas si siempre fuiste la que lastima. Pero también me duele. Me duele haberla perdido sin decirle que me hizo falta.

Tomás no respondió, solo asintió con la cabeza. Adiós, Tomás. Adiós, Paola. Ella salió del café sin mirar atrás. Esta vez no hubo drama. No hubo amenazas, solo un cierre. Uno de verdad. Tomás se quedó unos minutos más, pagó la cuenta y salió caminando despacio. El aire de la tarde le pegó en la cara como si fuera una limpieza.

Sentía una mezcla rara de alivio y tristeza, pero por primera vez no había confusión. Esa noche, al llegar a casa, encontró a Marina en la cocina cortando zanahorias para la cena. Leo estaba en el comedor dibujando una nave espacial. “¿Dónde estuviste?”, preguntó ella sin dejar de picar. “Fui a verla.” Marina se detuvo. Lo miró. ¿Para qué? Para cerrar lo que tenía abierto. Me dijo la verdad por primera vez y yo también la escuché.

¿Te sientes mejor? Sí. No por ella, por mí, porque ya no hay nada pendiente. Marina lo miró un segundo más, luego siguió cortando las zanahorias. Tomás se acercó. Y quiero que tú sepas que pase lo que pase, esta casa, este lugar solo tiene sentido contigo aquí. Marina bajó el cuchillo. Lo miró con seriedad. No me digas eso si no estás listo para sostenerlo. Estoy listo. Por fin lo estoy.

Ella no sonró, pero tampoco se alejó. Y a lo lejos, Leo levantó la mirada y dijo en voz alta, “Listo, terminé mi dibujo.” Ambos voltearon y ahí estaba. Una casa, un árbol, tres figuras tomadas de la mano y esta vez una más a lo lejos con las manos en los bolsillos caminando en otra dirección.

La verdad de Paola ya no dolía, solo era eso, una verdad que por fin se había dicho. El sol entraba con fuerza por las ventanas del comedor. Era sábado. La casa olía a pan tostado, a café recién hecho y a ese aroma que solo aparece cuando todo empieza a acomodarse. Marina preparaba el desayuno sin prisa.

Leo ya estaba despierto dibujando en su libreta mientras movía los pies con ritmo, como si llevara una canción en la cabeza. Tomás bajó con el cabello húmedo, una camisa sin abotonar del todo y cara de haber dormido bien. Por fin. Buenos días, dijo mientras se acercaba a la cocina. Buenos días, respondió Marina sin dejar de revolver los huevos. ¿Puedo ayudar? Pon la mesa. Tomás agarró los platos y los cubiertos como si fuera parte de su rutina desde siempre.

Ya no se sentía como un extraño en su propia casa. Marina lo miraba de reojo, sin decir nada. Era como si todo estuviera en pausa, pero una pausa bonita, de esas que se agradecen. ¿Vamos a salir hoy?, preguntó Leo sin despegarse de su hoja. Eso depende, dijo Tomás. ¿Tienes ganas? Sí, quiero ir al parque. Ese que tiene el columpio especial. Marina levantó la mirada. El que está cruzando el boulevard. Sí, ese.

Tomás asintió. Entonces vamos. Después del desayuno se alistaron. Marina se puso una blusa blanca con jeans, Tomás un pantalón claro y una chamarra ligera. Leo iba feliz con su gorra de dinosaurio y una mochila pequeña con juguetes. El parque estaba lleno, pero tranquilo. Había niños corriendo, familias con mantas, parejas caminando.

El columpio especial estaba libre. Tomás ayudó a Leo a subir. Marina se sentó en una banca cercana, viéndolos con una sonrisa que no se le borraba. “Más fuerte, papá!”, gritó Leo mientras reía. Aguanta, no te vayas a salir volando. La risa de Leo se escuchó como una campana en medio de todo.

Marina se levantó y caminó hacia ellos. Tomás la miró y le se dió el turno de empujar el columpio. Ella lo hizo con cariño, con calma, como si cada empujón fuera una caricia. Estoy feliz, dijo Leo de pronto. Sí, preguntó Tomás. Sí, porque estamos juntos y porque ya no tengo miedo. Marina se quedó quieta. Tomás también. Antes tenías miedo, preguntó ella.

Sí, pero ya no, porque sé que no me van a dejar solo, ¿verdad? Jamás, dijo Tomás. Nunca, aseguró Marina. Leo sonrió y siguió balanceándose. Después de un rato, se sentaron bajo un árbol a comer unos sándwiches que habían llevado. Marina preparó limonada en un termo y Tomás cortó unas manzanas. Era sencillo, era perfecto. ¿Y si hacemos esto cada semana?, preguntó Leo. Ir al parque.

Sí, como un ritual. Me gusta la idea, dijo Marina. A mí también, agregó Tomás. El sol empezó a bajar. El cielo tomó un tono naranja y la brisa se volvió más fresca. Empacaron todo y regresaron a casa. Al llegar, Marina subió a su cuarto. Tomás se quedó en la sala con Leo. Vieron una película, comieron palomitas y luego el niño se quedó dormido en el sillón. Tomás lo cargó y lo llevó a la cama.

Al regresar, encontró a Marina en el balcón con una taza de té. ¿Te puedo acompañar? Claro. Se sentó junto a ella. Por un rato ninguno habló. ¿Puedo preguntarte algo? Dijo Tomás al fin. Sí. Tú te quedarías conmigo, no por costumbre, no por el niño, contigo, tú y yo. Marina lo miró. Eso depende de qué.

De que lo que estamos construyendo sea real, de que no vuelvas a apagar lo que siento cuando te dé miedo sentirlo tú también. Tomás asintió. No va a pasar. No, otra vez. Marina bajó la mirada, luego lo miró de nuevo. Entonces me quedo. Y en ese momento, como si el universo quisiera añadir un detalle inesperado, sonó el timbre. Tomás frunció el ceño. ¿Esperas a alguien? No. Bajo las escaleras, Marina fue detrás. Leo dormía arriba ajeno a todo.

Tomás abrió la puerta y frente a él había una mujer desconocida de unos 40 años con el cabello amarrado en una trenza larga y una expresión seria, pero tranquila. Tomás Herrera. Sí. ¿Quién es usted? Me llamo Silvia. Vengo de parte de alguien que usted conoció hace muchos años. ¿Quién? Declara. El corazón de Tomás se detuvo por un segundo. Clara era su esposa, su esposa muerta.

¿Cómo dice? Soy su hermana y necesito hablar con usted porque creo que hay algo que no sabe, algo que su hijo necesita saber también. Marina se acercó confundida. ¿Qué está pasando? Tomás no respondió. Silvia sacó una carta del bolso. Clara me dejó esto. Me pidió que se la entregara cuando fuera el momento y creo que ya lo es.

Tomás la tomó con manos temblorosas. Abrió el sobre. La letra era clara, redonda, de esas que no se olvidan. Si estás leyendo esto es porque ya pasó el tiempo suficiente para que entiendas. No me fui solo por la enfermedad, me fui con una verdad guardada. Nuestro hijo no es solo tuyo. Hay otra parte de su historia que necesita salir a la luz. Tomás levantó la vista.

La respiración se le cortó. Marina lo sostenía con la mirada. Silvia bajó la cabeza. No estoy aquí para hacer daño. Estoy aquí para que él sepa quién es. De verdad. Y entonces todo cambió.

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