¡NO HAGAS ESO! LA EMPLEADA ENFRENTA A LA MADRASTRA CRUEL FRENTE AL MILLONARIO

Cuando terminaron, Marina secó sus manos con una toalla y se recargó un momento en la barra. Tomás la observó de reojo. Había algo en ella que no lograba descifrar del todo. No era solo su forma de ser con Leo, ni su manera de moverse por la casa.

Era esa calma que tenía incluso cuando hablaba de su propia historia, cuando mencionaba a su hijo o cuando se quedaba callada, como si supiera más de la vida de lo que decía. “Gracias por preparar la cena”, dijo Tomás de pronto. “Hoy era un día difícil para mí, lo imaginé.” Clara estaría contenta de ver como Leo se ríe otra vez. Marina lo miró sin responder, no con frialdad, sino con respeto. “Usted también ha hecho su parte.” No lo creo.
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Solo he estado sobreviviendo. A veces sobrevivir es lo único que se puede hacer. Se quedaron así unos segundos. Tomás sintió que quería decir algo más, pero no supo qué. Era raro sentir esa cercanía con alguien que conocía tampoco. Pero a la vez ya no la sentía como una desconocida. Era como si siempre hubiera estado ahí. ¿Le gusta la pasta? Preguntó Marina de repente rompiendo el momento. Me encantó.

Bueno, porque preparé de más y mañana toca recalentado”, rieron. Él le dio las buenas noches y se fue a su cuarto con la sensación de haber vivido algo importante, aunque no supiera qué exactamente. Esa noche, Marina se quedó despierta un rato más, leyendo un libro pequeño subrayado con lápiz.

En su cuarto no había más que una cama, un buró, un espejo y una caja con sus cosas. Pero al cerrar los ojos pensó en Leo, en la sonrisa que había soltado cuando Tomás contó lo de la lasaña y en cómo la casa ya no se sentía tan triste. No se permitió pensar en Tomás. No todavía. Tomás, por su parte, se recostó en la cama con los brazos detrás de la cabeza. Miró el techo sin pensar en el trabajo, sin pensar en los pendientes.

Solo tenía una imagen en la cabeza. Marina riéndose con Leo, el olor de la pasta y el momento en que por fin sintió que por una noche la casa no fue un lugar triste. El domingo por la mañana Tomás bajó más arreglado de lo normal.

No llevaba su típica ropa de estar en casa, ni el peinado rápido con el que a veces apenas y se peinaba. Iba con camisa blanca, bien planchada, pantalón oscuro y zapatos lustrados. Marina lo vio desde la cocina y se quedó quieta por un segundo. No era común verlo así. en fin de semana. Él la saludó con un gesto rápido y se sirvió un poco de café.

¿Se le ofrece desayuno?, preguntó Marina desde la barra. No, gracias. Voy a salir. Marina no preguntó más, solo siguió cortando fruta para Leo. Tomás miró el reloj varias veces hasta que por fin se escuchó el sonido de un auto acercándose. Salió sin decir nada. Desde la ventana de la sala, Marina alcanzó a ver cómo abría la puerta del coche para una mujer que descendía con paso firme, sonrisa amplia y lentes oscuros, alta, delgada, cabello largo, rubio oscuro con ondas suaves, jeans ajustados y blusa corta. Se notaba que se sentía cómoda en su piel. Tomás le dio un beso en la mejilla y le ofreció el brazo. Ella lo

tomó con confianza, como si lo conociera de toda la vida. Entraron juntos hablando bajo, sonriendo. Marina se apartó de la ventana y regresó a la cocina. No dijo nada, solo bajó el fuego de la olla y se quedó unos segundos viendo la flama. Luego respiró hondo y siguió cocinando. Tomás presentó a la mujer como Paola. Dijo que era una amiga que venía de visita. Marina asintió y le ofreció algo de tomar.

Paola aceptó un agua mineral, pero no dejó de mirar alrededor con curiosidad. comentó lo grande que era la casa, lo silenciosa, lo limpia. Cada frase llevaba un tono de análisis, como si estuviera evaluando todo lo que veía. “Y tú debes ser, Marina”, dijo con una sonrisa que no terminaba de llegar a los ojos. “Tomás me habló mucho de ti.

Dice que eres parte importante aquí.” Marina sonrió de lado. “Solo hago lo que me toca.” Bueno, eso se nota. Qué bonito está todo. Tomás llevó a Paola al jardín. Ella caminaba con elegancia, como si siempre estuviera en un lugar donde tenía que lucirse. Se sentaron en una de las bancas y hablaron durante casi una hora.

Marina pasó cerca un par de veces trayendo una charola con jugo o un platito con galletas, pero no se metió en la conversación. Paola la saludaba cada vez con un tono amable, pero distante. Después de un rato, Leo bajó en su silla eléctrica. Marina lo vio aparecer en la entrada del comedor y se acercó a él con una sonrisa. ¿Vienes por desayuno, campeón? Sí. Y mi papá está en el jardín. Tiene visita.

Leo frunció el seño. Visita. Una amiga. Leo no preguntó más. Marina lo ayudó a colocarse en la mesa y le sirvió su comida. Mientras comía, escuchó voces acercándose. Tomás y Paola entraron por la puerta del jardín. Ella venía riendo fuerte como si acabara de escuchar el mejor chiste del mundo. Cuando vio a Leo, bajó un poco la voz. Hola”, le dijo con entusiasmo.
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“Tú debes ser, Leo. Mucho gusto, soy Paola.” Leo la miró sin contestar. “¿No me vas a saludar?” “Hola, dijo Leo bajito.” “Eso eso, me gusta tu silla. Se ve rápida.” Tomás la interrumpió. “Paola, ¿quieres desayunar con nosotros? Claro, si no es molestia.” Marina ya había comenzado a servirle un plato cuando Paola con una sonrisa, le dijo que prefería comer sin pan y sin lácteos.

Marina asintió sin decir nada y cambió el plato sin quejarse. Tomás lo notó. Leo también. Durante el desayuno, Paola habló de su trabajo en una galería de arte, de sus viajes, de las fiestas a las que había ido recientemente. Tomás la escuchaba con atención, se reía con sus historias, hacía preguntas. Paola hablaba con seguridad, contaba anécdotas como si estuviera en una entrevista.

Leo no decía mucho. Marina observaba todo en silencio desde la cocina. Después de comer, Paola se ofreció a llevar a Leo al jardín. Tomás aceptó sin pensar. Marina se acercó a empujar la silla, pero Paola la detuvo con una sonrisa. Yo puedo. No te preocupes. Tomás asintió. Tranquilo. Marina se quedó en la cocina fingiendo estar ocupada, pero no pudo evitar mirar por la ventana.
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Paola empujaba la silla con cuidado hablando todo el tiempo. Leo no respondía, solo asentía con la cabeza o miraba al frente. Se notaba que no estaba cómodo, pero no se quejaba. En la noche, ya cuando todos se habían ido a sus habitaciones, Marina subió a dejar una toalla limpia en el cuarto de Leo. Al entrar lo encontró despierto mirando el techo.

No tienes sueño, Leo negó con la cabeza. ¿Te gustó la visita de Paola? Leo se encogió de hombros. No me cae bien”, dijo sin mirarla. Marina se sentó al borde de la cama. ¿Por qué? No sé. Me habla raro, como si estuviera fingiendo. Marina no dijo nada, solo le acarició la frente. A veces hay que darles chance a las personas. Tal vez solo está nerviosa.

No me gusta como me mira y se ríe de todo. Marina soltó una risa bajita. Tú tampoco eras muy simpático al principio, ¿eh? Leo sonrió apenas. Luego volvió a ponerse serio. ¿Crees que le guste a mi papá? Marina se quedó en silencio unos segundos. No sé, pero lo importante es que tú estés bien. Sí. Leo asintió.

Marina lo arropó, le apagó la luz y salió sin hacer ruido. Mientras bajaba las escaleras, Marina no podía evitar pensar en la forma en que Tomás la había mirado durante la cena. No era una mirada romántica, ni mucho menos, pero tampoco era la misma de siempre. Había algo en sus ojos que la inquietaba, como si estuviera buscando algo, como si no supiera qué hacer con lo que estaba sintiendo.

Paola volvió a la casa al día siguiente, esta vez con un vestido corto, sandalias y una bolsa de marca. Llegó saludando a todos con besos al aire y Tomás la recibió con un abrazo. Leo apenas la miró. Marina mantuvo la misma actitud de siempre, aunque algo en su pecho se apretaba un poco cada vez que la escuchaba hablar. Con el paso de los días, Paola fue apareciendo más seguido.

A veces traía postres, otras veces películas. Leo no se acercaba mucho cuando ella estaba. Marina notó como el niño empezaba a cerrar otra vez esa ventanita que apenas había logrado abrir. Ya no dibujaba tanto, ya no pedía jugar en el jardín. Pasaba más tiempo solo en su cuarto con los audífonos puestos. Una tarde, mientras Marina doblaba ropa en la lavandería, escuchó pasos detrás de ella. Era Tomás.
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¿Todo bien? Sí, señor, Tomás. Sí, Tomás. Él se quedó un momento mirando cómo doblaba una camiseta. Gracias por estar pendiente de Leo. Me he dado cuenta que últimamente anda más serio otra vez. Es normal. Los niños sienten todo, hasta lo que uno no dice. Tomás asintió.

¿Crees que le molesta que esté viendo a alguien? Marina se quedó en silencio unos segundos. No creo que le moleste, pero sí creo que tiene miedo. Miedo de que lo vuelvan a dejar a un lado. Tomás bajó la mirada. No dijo nada más. salió de la lavandería sin agregar una palabra. Esa noche, en la habitación de Marina, el silencio era más pesado de lo normal.

No porque alguien gritara, sino porque algo dentro de ella se estaba empezando a mover, algo que no había pedido, que no buscaba, pero que ya no podía negar del todo. Paola empezó a ir más seguido a la casa. Al principio era una vez a la semana, luego dos y sin que nadie se diera cuenta, ya estaba ahí casi todos los días.

Marina notó que tenía una cajita en el baño de visitas con cremas y perfumes y un par de sandalias junto a la puerta. Tomás no lo mencionaba, pero era evidente que estaban saliendo en serio. Cuando Paola se quedaba hasta tarde, Marina subía a su cuarto más rápido que de costumbre.

Aunque a veces alcanzaba a escuchar las risas o la música suave en la sala, Leo también lo notaba. Aunque no decía mucho, sus gestos eran más serios, sus respuestas más cortas. Ya no pedía jugar ni pintar. volvía a encerrarse en su mundo. Un día, Marina encontró los dibujos guardados en un cajón arrugados. Cuando le preguntó por qué, él solo encogió los hombros y dijo que ya no tenía ganas.

No te gusta cómo te están quedando no quiero dibujar. Marina no insistió, solo se sentó junto a él y le acarició la espalda con suavidad. Cuando quieras, aquí estaré. Leo asintió, pero no levantó la mirada. Paola, por su parte, seguía con su tono amable frente a todos. Traía postres sin azúcar, jugos detox y bolsas con regalos para Tomás. A Leo le trajo una gorra de un equipo de fútbol que ni siquiera le gustaba. Él le dio las gracias, pero nunca se la puso.

Tomás, sin embargo, parecía encantado. Le gustaba su seguridad, su energía, su forma de hablar sin vueltas. Paola se movía por la casa como si ya fuera suya. A veces entraba a la cocina y abría la nevera sin preguntar. Marina la veía de reojo mientras cocinaba.

¿No te molesta que entre aquí?”, le preguntó una tarde mientras buscaba una botella de agua. “Es su casa”, respondió Marina sin dejar de cortar verduras. Bueno, no todavía. Marina no dijo nada. Tomás comenzó a cambiar también. Se le veía más relajado, se reía más. Empezó a salir por las tardes con Paola, a ir a cenas, a eventos, a reuniones.

Llegaba tarde a veces con la corbata floja y olor a perfume caro. Agradecía a Marina todo el tiempo por cuidar a Leo, por tener la casa siempre en orden, por ser confiable, pero ya no pasaba tanto tiempo con su hijo como antes. Una noche, mientras Leo veía una película, Paola se acercó a él con una sonrisa. ¿Qué ves? una de superhéroes. ¿No te aburre ver siempre lo mismo? Leo no contestó. Podrías probar algo diferente.

Hay películas más interesantes. Me gustan las de superhéroes. Claro, claro. Dijo ella bajando el tono. Solo digo que hay otras cosas. Pero si eso te hace feliz. Marina, que estaba en el pasillo, escuchó la conversación desde la sombra. No dijo nada, pero sintió un vacío extraño en el estómago. Al día siguiente, Paola trajo entradas para un espectáculo de luces.

Le dijo a Tomás que quería llevarlo a él y a Leo para pasar tiempo como familia. Tomás aceptó encantado. Marina preparó una mochila con agua, toallitas, un suéter para Leo y su medicina por si se ofrecía. Se la dio a Paola antes de que salieran. Aquí está todo lo que pueda necesitar. El suéter está en el fondo. Perfecto. Gracias, Marina, respondió Paola sonriendo sin mirarla del todo. A las tres horas regresaron.

Leo no dijo ni una palabra al entrar fue directo a su cuarto. Tomás subió unos minutos después. Marina recogió la mochila y notó que el suéter estaba en el mismo lugar, intacto, y la botella de agua seguía cerrada. Había migajas de galletas en el fondo, pero ninguna de las que Leo podía comer.

Paola bajó al rato con su celular en la mano, hablando fuerte sobre la cena de esa noche. Tomás la seguía con expresión relajada. ¿Y cómo le fue a Leo?, preguntó Marina mientras guardaba la mochila. Bien, bien. Estuvo callado, pero no se quejó. Aunque como que no le gustó mucho. Tal vez se aburrió. Tomás no dijo nada. Más tarde, cuando Marina fue a ver a Leo, lo encontró acostado con los ojos abiertos mirando el techo. Se sentó en el borde de la cama y le acarició el cabello. Estuvo feo el show.

No me dejaban ver bien. Estábamos muy lejos. ¿Y no dijiste nada? Paola me dijo que a ver si me animaba y me dejó con una señora mientras ella y mi papá iban más adelante. Marina se quedó en silencio. ¿Tu papá sabía? No. Ella le dijo que iba por botana. Marina le acarició la mano, no dijo nada más, le dio un beso en la frente y se quedó ahí unos minutos sentada a su lado, sintiendo como la tristeza del niño se le pegaba a la piel. Pasaron los días, Tomás parecía cada vez más enamorado.

Hablaba de Paola con admiración, con entusiasmo. Ella empezó a opinar sobre los muebles de la casa, sobre los cuadros, sobre lo que podría mejorar. A veces le hablaba a Tomás de inversiones, de negocios, de sus planes. A él le gustaba eso. Sentía que había recuperado una parte de sí mismo que había perdido, como si con Paola pudiera volver a ser un hombre de mundo, no solo un papá en duelo. Una tarde, mientras Marina regaba las plantas, escuchó risas en la sala.

Tomás y Paola estaban viendo algo en el celular. Él le tocó la mejilla con los dedos y ella se inclinó para besarlo. Marina desvió la vista. Leo estaba en el jardín más allá, dibujando en silencio. Solo Marina fue con él. ¿Qué haces? Un dibujo. ¿Puedo ver? Leo se lo enseñó. Era un robot con una armadura, pero el fondo era negro, todo negro. Está peleando. Está solo.

Marina tragó saliva, se agachó frente a él y le tocó el brazo. No estás solo, Leo. Aquí estoy. Siempre voy a estar. Leo asintió sin mirarla. Luego siguió dibujando. Esa noche, mientras Marina limpiaba la cocina, Paola entró sin avisar. ¿Puedo tomar algo de fruta? Claro. Paola abrió la nevera y sacó una manzana. Luego se quedó unos segundos mirando alrededor.

Oye, Marina, tú y Tomás han pasado mucho tiempo juntos, ¿verdad? Marina la miró. No tanto como usted. Paola sonrió. Solo digo que te aprecia mucho. Me lo ha dicho varias veces. Gracias. Pero también me ha dicho que a veces te preocupas demasiado por las cosas, que no sabes separar. Marina soltó el trapo que tenía en las manos y la miró con calma. Separar qué lo personal de lo laboral.

Solo quería decirlo para que no haya malentendidos. Marina no respondió. Cerró el cajón y siguió lavando sin mirar atrás. Paola salió del cuarto con la misma sonrisa de siempre, pero con una mirada distinta, una mirada que decía más de lo que sus palabras intentaban esconder. Todo parecía perfecto, pero no lo era.

A Leo no le gustaba sonreír a la fuerza. Lo hacía poco y solo cuando de verdad le nacía. Pero últimamente, cada vez que Paola estaba cerca, sentía esa presión rara en el pecho, esa cosa incómoda que lo empujaba a poner una cara que no sentía, sonreír sin querer, hacer como que todo estaba bien, aunque no lo estuviera. Marina lo notaba cada vez más.

Al principio pensó que eran ideas suyas, que tal vez el niño solo estaba teniendo días difíciles, pero después empezó a ver el patrón. Cada vez que Paola aparecía, Leo se volvía callado, tieso, obediente hasta lo incómodo y sonreía, pero de esa forma que duele mirar, porque no tiene nada de alegría. Un sábado por la mañana, Paola llegó con una bolsa grande de regalo.

Entró como si ya viviera ahí, saludó fuerte, lanzó besos al aire y dejó su bolsa en el sofá. Tomás la recibió con un beso en la mejilla y un qué guapa estás hoy que hizo que Marina se detuviera unos segundos en la cocina. Se escuchaba diferente, como más entregado. “Traje algo para Leo”, anunció Paola. “Quiero que lo vea a ver si le gusta.” Tomás llamó a su hijo. Leo bajó en su silla con lentitud.

Tenía cara de sueño y algo de desconfianza en la mirada. Cuando vio la bolsa, frunció el ceño. Para mí, sí, claro. Te conseguí unos juegos nuevos. No sé si te gusten, pero pensé en ti. Leo metió la mano en la bolsa y sacó un par de cajas. Eran rompecabezas, de esos complicados, con muchas piezas, un castillo, un mapa antiguo.

Leo los vio uno por uno y luego levantó la mirada hacia Paola. Gracias. ¿Te gustan? Sí, Marina, desde la cocina lo observó. Ese sí no tenía alma, era plano, automático, y la sonrisa que acompañó sus palabras fue tan falsa como el cartón que cubría las cajas de los rompecabezas. Paola se inclinó para acariciarle la cabeza, pero Leo se movió ligeramente hacia atrás. Casi ni se notó, pero Marina lo vio.

Paola lo notó también, aunque no dijo nada. Se enderezó y le dirigió una sonrisa forzada a Tomás. Tal vez necesita tiempo, dijo, como si hablara de un objeto y no de un niño. Está bien, amor. Dale chance. Le cuesta un poco confiar, respondió Tomás sin mirar a Leo.

Más tarde, mientras Paola y Tomás estaban en el jardín tomando café, Marina acompañó a Leo en la sala. El niño tenía uno de los rompecabezas sobre la mesa, pero no lo tocaba. ¿Quieres que te ayude? No, no te gustaron. Están feos. ¿Por qué dijiste que sí? Leo bajó la cabeza, porque si le digo que no me gusta, se enoja y luego mi papá se enoja también. Marina sintió un apretón en el pecho. Se sentó junto a él sin decir nada al principio.

Luego le acarició el brazo con suavidad. Tienes derecho a decir lo que sientes, Leo, aunque los adultos se molesten. Mi papá ya no me escucha, solo escucha a Paola. Marina cerró los ojos unos segundos. Yo sí te escucho. Leo la miró y asintió. Apenas esa misma tarde, Paola propuso hacer una comida familiar en el jardín. Dijo que había traído una receta de hamburguesas vegetarianas que todos iban a amar.

Tomás le siguió la corriente entusiasmado. Marina ayudó a preparar la parrilla, cortó verduras, sirvió los platos. Paola se encargó de dar órdenes, de mover cosas de lugar y de comentar en voz alta que tal vez la casa necesitaba otra mesa de jardín. Leo comió en silencio. Tenía una hamburguesa diferente con pan especial porque no podía comer lo mismo que los demás. Paola le preguntó si estaba buena.

Él respondió con un sí flojo y otra sonrisa que no le salía del corazón. No pareces muy convencido, bromeó Paola. Está rica repitió Leo con la mirada baja. Bueno, lo importante es que hagas el intento. Ya estás grande. Tienes que aprender a disfrutar cosas nuevas. Tomás no dijo nada, solo se sirvió más limonada. Después de comer, Paola propuso tomar una foto.

Dijo que quería una con su nueva familia. Tomás se rió y le dijo que estaba loca. Marina se quedó quieta junto al fregadero escuchando. “Vamos, Leo. Sonríe”, dijo Paola tomando su celular. Leo apretó los labios. Paola se inclinó junto a él y lo abrazó del hombro. Tomás se puso del otro lado. Una, dos, tres, click. Flash.

Leo bajó la mirada en cuanto terminó la foto. Quédate quieto. Vamos a tomar otra, insistió Paola. No quiero respondió él casi en un murmullo. Leo, dije que no quiero. El tono de Leo fue seco, pero no gritón, simplemente claro. Tomás levantó la ceja sorprendido. ¿Qué pasa, hijo? Estoy cansado. Paola se enderezó molesta.

Se alejó un poco fingiendo que no le importaba. Tomás se acercó a Leo. No seas grosero, campeón. Solo era una foto. No quiero. Ya dije. Tomás respiró hondo. Marina entró al jardín con una charola en las manos. Todo bien. Sí, dijo Leo sin mirarla. Está un poco sensible hoy. Dijo Paola con una sonrisa tensa. Ya sabes cómo son los niños.

Marina no respondió, solo dejó la charola sobre la mesa. Después de eso, Paola pasó más tiempo en su celular. Se le veía molesta, aunque trataba de esconderlo. Tomás intentó hacerla reír, pero ella ya no estaba de humor. Leo se fue a su cuarto por la tarde y no volvió a salir.

Al día siguiente, mientras Marina preparaba el desayuno, Tomás bajó más serio de lo normal, se sirvió café y se quedó parado junto a la ventana. ¿Qué pasó ayer con Leo? ¿A qué se refiere? Paola dice que estuvo grosero. Marina se limpió las manos con el mandil y lo miró. Leo no fue grosero, solo no quiso tomarse una foto. Tomás frunció el ceño. A veces siento que Paola intenta acercarse y él la rechaza.

A veces, cuando uno siente que algo no es real, prefiere alejarse. Tomás la miró confundido, pero no dijo nada más. Horas después, Paola volvió a la casa. Esta vez llegó más seria, con lentes oscuros y sin maquillaje. Saludó rápido y fue directo al cuarto de Tomás. Leo se escondió en el cuarto de la televisión y Marina subió a guardar ropa limpia.

En el pasillo escuchó a Paola hablando con alguien por teléfono. Sí, ya sé, pero me tengo que aguantar. Todo está saliendo como planeamos. No, él no sospecha nada. Y el niño, bueno, el niño es un problema, pero nada que no pueda manejar. Marina se quedó helada. No sabía si seguir caminando o retroceder. No escuchó más.

Se dio media vuelta y bajó con el corazón latiendo fuerte. Leo estaba en el sillón dibujando otra vez. Esta vez no había fondo negro, había un árbol. Y bajo el árbol, un niño sentado solo, con la cara seria. ¿Quieres que te cuente un chiste?, le preguntó Marina sentándose a su lado. Es bueno. Malísimo.

Leo sonrió un poquito apenas. Va, pero solo uno. Marina sonrió también. La sonrisa era chiquita, pero no era forzada. El domingo por la tarde, la casa estaba en silencio. Afuera, el cielo se veía gris y denso, como si fuera a llover en cualquier momento. Dentro, Tomás había salido con Paola a una comida con unos amigos suyos y Marina se quedó en casa con Leo.

Aprovecharon la calma para hacer una receta de galletas que a él le gustaban, las de chispas de chocolate, pero con un toque de vainilla extra que solo Marina sabía medir. El niño estuvo de buen humor toda la mañana. sonríó varias veces y hasta se animó a contarle a Marina un chiste que había visto en un video.

Se rieron juntos con esa complicidad que ya era parte de su día a día. Leo estaba feliz porque su papá había prometido volver temprano para ver una película a los tres. Le había dicho, “Esta vez no se me pasa. Hoy me desconecto de todo. Lo prometo.” Pero pasaron las horas. El cielo se puso más oscuro. La lluvia no llegó, pero el reloj siguió avanzando.

Leo miraba hacia la puerta del jardín con impaciencia. A las 8 de la noche se acercó a Marina con voz bajita. Ya no va a venir, ¿verdad? Dijo que iba a volver temprano. A lo mejor se le hizo tarde, pero seguro viene. Leo no respondió, solo se fue al cuarto sin hacer ruido. Marina sintió como se le apretaba el pecho, pero no lo detuvo. Pasaron otros 30 minutos.

Tomás no aparecía. Marina estaba en la cocina recogiendo lo último de la cena cuando escuchó la puerta de la entrada abrirse de golpe. Era Paola sola. Entró rápido con los tacones haciendo eco en el piso y la cara tensa. ¿Dónde está Leo? Marina la miró sorprendida por el tono. En su cuarto, creo.

Paola giró sobre sus talones y caminó directo hacia las escaleras. ¿Pasa algo? Sí. Pasa que ese niño necesita aprender a comportarse. Marina dejó el trapo sobre la barra y la siguió con el corazón en alerta. Subió las escaleras y alcanzó a ver como Paola abría la puerta del cuarto de Leo sin tocar. ¿Te parece bonito dejarme en ridículo? Soltó Paola apenas entró.

¿Quién te crees? Leo estaba en su cama con la cobija hasta la cintura, mirándola sin entender. ¿De qué hablas? No te hagas el inocente. Así que andas diciéndole a tu papá que no te gusta pasar tiempo conmigo, que te sientes incómodo. Leo abrió la boca para responder, pero no alcanzó. ¿Qué crees que tú mandas aquí? ¿Que tu carita triste va a hacer que todos hagan lo que tú quieras? Marina llegó a la puerta justo cuando Paola alzaba más la voz.

No me vas a arruinar esto, ¿entiendes? No eres el centro del universo. Eres un niño caprichoso y mimado. Y yo ya estoy harta. Oye, la voz de Marina sonó tan fuerte que hasta Paola dio un paso atrás. ¿Qué te pasa? ¿Qué crees que estás haciendo? Paola la miró con rabia. Estoy hablando con él. O tampoco se puede No. Así, no gritándole, no humillándolo. No te metas. Tú no eres su mamá y tú tampoco.

El silencio que siguió fue espeso. Leo estaba inmóvil en su cama. Con los ojos abiertos como platos. Paola apretó la mandíbula. Marina dio un paso al frente, poniéndose entre ella y el niño. Bájale, estás cruzando una línea muy seria. Tú solo eres la empleada. No te confundas.

Y tú eres una mujer que acaba de gritarle a un niño en silla de ruedas como si fuera tu enemigo. Eso no se llama autoridad, se llama crueldad. Los ojos de Paola ardían. Tragó saliva y bajó la vista por un segundo. Luego se volteó y salió de la habitación sin decir una sola palabra más. Marina se quedó ahí con el corazón latiéndole en las orejas. Se giró hacia Leo, que seguía con la misma expresión congelada. “¿Estás bien?”, Leo no respondió.

Tenía los ojos vidriosos, pero no lloraba. Marina se acercó y se sentó a su lado. “Ya pasó.” “Sí.” Leo asintió despacio. “¿Por qué es así conmigo?” Marina no supo qué decirle, solo lo abrazó despacio, con cuidado. Él se dejó abrazar sin moverse. “No la quiero aquí”, murmuró Leo. “No quiero que esté cerca. Lo sé.

Minutos después, Tomás entró por la puerta de la casa. Se le notaba el cansancio en los ojos y la chaqueta mojada por unas gotas de lluvia que finalmente habían caído. Se quitó los zapatos, dejó las llaves sobre la consola de la entrada y subió con paso tranquilo. Encontró a Paola en su habitación, sentada en la cama con cara de víctima. Todo bien. Leo me habló feo.

Tomás frunció el ceño. ¿Cómo? Entré a hablar con él porque me siento muy incómoda. Me ha estado evitando y esta noche me ignoró por completo. Le pregunté si tenía un problema conmigo y me respondió con sarcasmo. Sarcasmo? Sí. Fue grosero. Y Marina se metió a defenderlo como si yo fuera una bruja.

Tomás se quedó en silencio, sin saber qué creer. Bajó a la cocina en busca de respuestas. Marina estaba lavando un par de vasos. Al verlo entrar se dio la vuelta. ¿Qué pasó arriba? Marina lo miró fijo. Ella le gritó. le dijo cosas que un niño jamás debería escuchar. Lo trató como si fuera una carga, como si no valiera nada. ¿Estás segura? La escuché.

Estaba ahí. Entré porque no podía quedarme callada. Tomás pasó una mano por su cara. Se notaba sacudido. Leo está bien. Está asustado, pero está tranquilo. Tomás se quedó ahí sin moverse, procesando. No dijo nada más. Subió las escaleras lentamente y fue al cuarto de su hijo. Tocó la puerta. Leo no respondió, pero Tomás entró igual.

Lo vio en la cama mirando hacia la pared. Todo bien, campeón. Leo no se volteó. ¿Qué pasó con Paola? Nada. Tomás se acercó. ¿Puedes decirme la verdad? Leo se volteó despacio. Tenía la mirada cansada. Ella me odia. No digas eso me gritó. Dijo que la estaba arruinando, que era un caprichoso. Tomás tragó saliva.

 

Se quedó unos segundos en silencio. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? Porque tú la quieres y ya no me haces caso. Tomás sintió que le apretaban el pecho desde adentro. Se sentó a su lado, no lo abrazó, solo se quedó ahí sin palabras. Esa noche no durmió. Se pasó horas mirando el techo, escuchando cada sonido de la casa. A Paola no la volvió a ver hasta el día siguiente.

Ella intentó acercarse, hacer como si nada, pero Tomás no reaccionó igual. No era un cambio radical, solo algo en su forma de mirarla, más frío, más distante. Y mientras todo eso pasaba, Marina seguía en la cocina preparando el desayuno como cada mañana. Pero algo en sus manos se notaba distinto, más firmeza, más decisión, porque después de lo que había visto, ya no podía hacerse la que no sabía y sabía que esto apenas comenzaba. El lunes amaneció más callado que de costumbre.

Nadie se cruzó en la cocina antes de las 9. Ni Tomás, ni Paola, ni siquiera Leo, solo Marina, como siempre, con el delantal puesto y el cabello recogido, moviéndose entre la cafetera, la estufa y el refrigerador. El silencio era tan pesado que ni la música bajita del radio pudo aligerarlo. A las 9:30, Tomás bajó.

Se le notaba desvelado. Traía una camisa arrugada, el cabello sin arreglar y la mirada lejos. Marina le sirvió café. Sin decir una palabra, él le dio las gracias en voz baja y se sentó a la mesa como si le pesara el cuerpo. Pasaron 5 minutos sin hablar, luego él fue el primero en romper el silencio. ¿Cómo amaneció Leo? Tranquilo, no quiso bajar.

Le subí el desayuno hace un rato. ¿Te dijo algo más de lo de anoche? Marina negó con la cabeza. Solo dijo que no quería verla más. Tomás asintió sin sorpresa. Revolvió el café con la cucharita varias veces. Aunque ya no tenía azúcar que disolver, no sé qué hacer, dijo de pronto. Paola dice una cosa, Leo dice otra. Y yo, ¿y usted qué vio? Interrumpió Marina. Tomás levantó la mirada, se cruzaron los ojos.

Ella no hablaba con reclamo ni con enojo. Solo quería saber si él también había visto lo que todos ya sentían. Vi a Leo alejarse cada vez más, como cuando recién pasó lo de clara. Entonces, no hay mucho que pensar. Tomás se quedó callado. Tenía el ceño fruncido, como si le doliera algo. Agarró la taza, bebió un sorbo y se quedó mirando por la ventana. Afuera, el sol brillaba fuerte, pero dentro de la casa todo seguía gris.

Una hora después, Paola abajo. Traía puestos unos pants de marca, lentes oscuros, aunque estaban bajo techo, y el celular pegado a la oreja. Entró a la cocina sin mirar a nadie, abrió el refrigerador, sacó un yogurt y volvió a salir sin siquiera saludar.

Marina no dijo nada, Tomás tampoco, pero la incomodidad flotó en el aire como humo espeso. Más tarde, mientras Marina doblaba ropa en la lavandería, escuchó a Paola hablando en el cuarto de visitas. La puerta estaba entreabierta. No era intencional, pero tampoco parecía importarle. Estaba en altavoz. Sí, obvio. Sigue igual. Tomás está hecho un lío. El niño ese está haciendo lo imposible por separarnos. Pero no te preocupes, ya le tengo el modo.

Lo voy a hacer quedar como el problema. Un niño con traumas y una niñera que se cree la mamá. Tú déjamelo a mí. Marina se quedó helada. No podía moverse. Su corazón empezó a latir más rápido. Apretó la toalla entre las manos y se obligó a retroceder en silencio. No podía quedarse ahí más tiempo. Subió directo al cuarto de Leo.

El niño estaba armando un rompecabezas, pero con desgano lo miró entrar y le sonró cansado. ¿Te pasa algo, Leo? Él negó con la cabeza. ¿Seguro? Paola pasó por aquí. No dijo nada, pero me miró feo. Marina se sentó junto a él. Mira, lo que pasó anoche no estuvo bien, pero tu papá está pensando, está confundido. Eso es todo.

Él la va a elegir a ella. Dijo Leo sin mirarla. Siempre elige a alguien más. ¿Por qué dices eso? Porque nunca me pregunta cómo me siento. Solo cree lo que los demás le dicen. Marina se quedó en silencio. No podía contradecirlo. Leo tenía razón. En la tarde, Tomás subió a hablar con Leo. Marina no estaba ahí, pero luego el niño le contó que la conversación fue breve.

Me preguntó si quería que Paola se fuera. ¿Y tú qué le dijiste? Le dije que sí. ¿Y qué dijo él? Que lo iba a pensar. Marina cerró los ojos. Sentía una mezcla de rabia y tristeza. ¿Qué más necesitaba Tomás para entender. Horas después, mientras preparaba la cena, Paola entró a la cocina. Esta vez sí saludó. Hola, Marina. ¿Qué hay de bueno hoy? Sopa de fideos, arroz y pollo en salsa.

No demasiado básico. A Leo le gusta así. Claro, todo para el príncipe. Marina se detuvo. Paola lo había dicho en tono de broma, pero el sarcasmo era evidente. ¿Quiere que le sirva algo diferente? No, está bien. Total, a estas alturas ya ni sé si me van a invitar a cenar. Marina no respondió.

¿Sabes qué pienso?, agregó Paola mientras se servía agua, que a veces las personas que parecen buenas en realidad solo se meten donde no deben. Marina la miró, esta vez sin esconder nada, y otras veces las personas que parecen fuertes solo están disfrazando que no las quiere nadie. Paola apretó los labios, se dio media vuelta y salió de la cocina. Esa noche Tomás cenó solo.

Leo no quiso bajar y Paola dijo que no tenía hambre. Marina dejó el plato servido como todos los días, pero él apenas lo tocó. ¿Está todo bien?, le preguntó ella al recoger. No sé. Me siento como un extraño en mi propia casa. Tal vez porque algo no encaja. Tomás la miró. ¿Tú crees que me equivoqué? Yo creo que a veces uno quiere tanto sentirse bien que no se da cuenta de lo que está sacrificando para lograrlo. ¿Y tú qué estás sacrificando, Marina? Marina se quedó en silencio. No se esperaba esa pregunta. Nada”, mintió.

Pero Tomás la miró como si supiera que no era verdad. Al día siguiente, Sandra, la asistente de Tomás, lo llamó desde la oficina. le dijo que necesitaban firmar unos documentos importantes. Tomás aprovechó la excusa para salir un rato. Paola aprovechó que se quedó sola en casa con Marina y Leo.

No tardó en empezar a lanzar indirectas, comentarios como, “Ay, qué tranquila está la casa cuando ciertos adultos no interfieren.” O, “Me encanta cuando los niños entienden su lugar.” Marina se mordía la lengua, pero todo cambió cuando Leo bajó a la sala y Paola le preguntó si quería ver una película.

El niño, sin dudarlo, dijo que no. Otra vez con tus desplantes. No quiero verla contigo. Paola lo miró con los ojos entrecerrados. Mira, niño, más te vale empezar a cooperar. Yo voy a estar aquí mucho tiempo, así que acostúmbrate. Marina entró justo en ese momento. Lo escuchó todo. No pudo más. Se acabó. Paola se giró. ¿Qué dijiste? Que ya basta. No voy a permitir que le hables así otra vez.

No tienes autoridad para decirme qué hacer y tú no tienes derecho a maltratar a nadie, mucho menos a un niño que ha pasado por tanto. Leo no se movía, solo miraba a Marina con los ojos grandes con esperanza. En ese momento, la puerta principal se abrió. Tomás entró con una carpeta en la mano y se detuvo al ver la escena.

Nadie se movió, nadie habló, pero en el aire flotaba una sola cosa. La verdad incómoda, directa, imposible de ignorar. El sol pegaba fuerte esa tarde. Era de esos días en que el aire se siente denso y el calor se cuela por cada rincón.

Pero aún así, el jardín estaba lleno de vida, los árboles verdes, el pasto recién cortado y algunas mariposas revoloteando entre las plantas. Leo insistió en salir un rato. No quería estar encerrado. No quería estar cerca de Paola. Marina le puso bloqueador, le dio su botella de agua fría y lo ayudó a bajar la pequeña rampa que daba al jardín. se acomodaron bajo la sombra de un árbol.

Ella con un libro en la mano y él con un cuaderno de dibujos. No hablaban mucho, pero se sentían a gusto. ¿Te molestas si me alejo un ratito?, preguntó Marina después de un rato. Tengo que revisar el arroz. Prometo que regreso en 5 minutos. No hay problema, dijo Leo sin despegar la vista de su hoja. Cualquier cosa grita. Leo asintió.

Marina se levantó, le dio una palmadita en el hombro y regresó a la casa. caminó rápido hacia la cocina, sin saber que mientras tanto, dentro de la casa, Paola bajaba las escaleras con el celular en la mano y el ceño fruncido. Acababa de pelear con alguien por mensaje, se notaba. Entró a la cocina sin saludar. Marina apenas la vio de reojo. ¿Dónde está el niño? En el jardín.

Solo estaba con él. Solo subí un minuto. Ya bajo. Paola no dijo nada, se dio media vuelta y salió. Afuera. Leo seguía concentrado en su dibujo. Escuchó pasos y pensó que era Marina. Cuando levantó la vista y vio a Paola acercarse, bajó la cabeza. “¿No te cansas de estar solo?”, dijo ella deteniéndose a su lado. Leo no contestó.

“Tú solito te haces a un lado. Después no llores porque nadie te quiere.” Leo apretó el lápiz sin mirarla. Tienes que empezar a portarte como un niño normal. Ya estuvo bueno de tanto drama. Leo dejó el lápiz sobre la libreta. ¿Por qué me odias? No seas ridículo. Nadie te odia, pero eres una piedra en el zapato. Siempre lloriqueando, siempre con tus caritas tristes.

Ya estás grandecito, ¿no? Leo intentó girar su silla para alejarse, pero la rueda se atoró en una raíz del árbol. Paola no se movió para ayudarlo. ¿Ves? Ni siquiera puedes moverte solo sin hacer un drama. Leo forcejeó con la rueda, molesto. Paola, fastidiada, dio un paso hacia él y lo empujó sin fuerza.

Pero lo suficiente para desbalancear la silla fue un segundo, un solo segundo, pero bastó. La silla cayó de lado. El cuerpo de Leo golpeó el pasto con un ruido seco. El cuaderno voló unos centímetros. Su cabeza pegó contra el suelo, aunque no muy fuerte. El susto fue mayor que el golpe. “Ay, no”, dijo Paola, pero no se movió. se quedó parada, nerviosa, mirando al niño en el suelo.

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