¡NO HAGAS ESO! LA EMPLEADA ENFRENTA A LA MADRASTRA CRUEL FRENTE AL MILLONARIO

En la casa de los montes de oca risas todavía, pero sí había algo que hacía mucho no se sentía. Esperanza, aunque nadie lo decía. Todos sabían que la presencia de Marina había traído una luz que nadie esperaba. Leo no volvió a caminar, pero empezó a mirar el mundo desde otra silla, una que no tenía ruedas, pero sí ganas de seguir adelante.

El día comenzó igual que siempre, con el canto de los pájaros afuera y el ruido lejano del personal de limpieza moviéndose por la casa. La casa de los montes de oca era tan grande que uno podía pasar el día entero sin cruzarse con nadie. Y eso había sido así desde hace tiempo, pero esa mañana algo fue distinto. Tomás se despertó antes de que el despertador sonara, no por insomnio ni por estrés del trabajo.

Se despertó porque escuchó risas, risas suaves, no de esas que estallan como una carcajada, sino de las que son como burbujas pequeñas. Se levantó, se puso su bata de casa y bajó por las escaleras en silencio, sin saber exactamente qué esperaba encontrar. Al llegar al comedor se quedó parado en seco.

Leo estaba en la mesa con la cabeza agachada, concentrado en armar algo con pedacitos de fruta en su plato. Frente a él, Marina lo observaba con los brazos cruzados y una sonrisa que no necesitaba palabras. Tenía puesto un mandil amarillo, el cabello recogido y una mancha de harina en la mejilla. No lo habían escuchado llegar.

Leo levantó la vista y se dio cuenta de que su papá los estaba mirando. Por un segundo pareció dudar como si no supiera si debía seguir riendo o quedarse callado. Tomás se acercó con calma y le acarició el cabello. “¿Qué haces, campeón?”, preguntó sin alzar mucho la voz. “Estoy haciendo una carita feliz con las frutas”, contestó Leo sin mirarlo.

Marina le dijo que si los plátanos se pueden usar para la sonrisa y las fresas son las mejillas. A ver si se parece a ti. Tomás sonríó. Hacía cuánto que no escuchaba a su hijo hablar así, con esa naturalidad, con ese tono relajado, se sentó a su lado y observó el plato. Era un desastre, pero un desastre hermoso. Marina fue a la cocina y regresó con un plato para él también.

Huevos al gusto, pan tostado y café con canela. Se lo dejó enfrente sin hacer mucho ruido y luego se sentó del otro lado de la mesa. ¿Quiere azúcar o así está bien?, preguntó. Así está perfecto. Gracias. Tomás tomó el café y la miró unos segundos. Ella no lo evitó, pero tampoco le sostuvo la mirada mucho tiempo. Se concentró en ayudar a Leo a acomodar los arándanos como ojos. Cuando terminó, el niño empujó el plato hacia su papá.

Mira, es tu cara feo, ¿verdad? Tomás fingió estar ofendido y Leo soltó una risa corta, pero real. Marina se cubrió la boca con la mano para no reírse fuerte. Fue la primera vez que los tres compartieron un momento como ese, sin tensiones, sin ese silencio que parecía cubrir todo como una manta vieja.

Marina le ofreció más café a Tomás. Él aceptó. Mientras lo servía, le preguntó si quería que preparara algo especial para la cena. No sé, algo que le guste a Leo. Tomás lo miró y luego volvió la vista a ella. La verdad no tengo idea. Desde que murió su mamá casi no quiere probar nada. Come por obligación.
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No tiene antojos. Entonces, hay que cambiar eso,”, respondió Marina con una firmeza que no se notaba mucho en su tono, pero sí en sus ojos. “Le voy a preparar algo que le saque una sonrisa, ya verá.” Tomás solo asintió. No sabía por qué, pero le creía.

La mañana siguió con cosas pequeñas que normalmente pasarían desapercibidas, pero que en esa casa tenían un peso especial. Marina le puso una servilleta en el regazo a Leo sin preguntarle y él no se quejó. le limpió las manos con una toallita húmeda después de comer. Y él no retiró las manos como antes hacía con otras personas. Incluso se dejó poner gel antibacterial sin protestar.
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Tomás los observaba desde el otro lado de la mesa sin saber muy bien qué estaba sintiendo. No era celos, no era tristeza, tampoco era alivio, era una mezcla extraña, como si estuviera viendo a su hijo vivir algo que él no podía darle y al mismo tiempo se sintiera agradecido por eso. Marina recogió los platos con cuidado.

No hacía ruido al moverlos, como si supiera que en esa casa el silencio era más que una costumbre. Cuando se fue a la cocina, Tomás se quedó a solas con Leo. ¿Te cae bien, Marina?, le preguntó. Leo asintió sin hablar. ¿Por qué? Insistió Tomás. Porque no me trata como si me fuera a romper. Tomás sintió que algo dentro de él se movía.

No respondió, solo le revolvió el cabello y se levantó. Fue a su despacho a trabajar, pero no podía dejar de pensar en eso. Durante el día lo notó aún más. Marina no solo limpiaba o cocinaba, se tomaba el tiempo de hablar con Leo, de preguntarle cosas simples como si quería leche fría o caliente, si prefería dibujos en lápiz o colores, si le gustaban más los perros que los gatos. No lo hacía con un plan, sino con una naturalidad que desarmaba.

En la tarde, mientras bajaba a tomar agua, Tomás pasó por el pasillo y escuchó risas desde el cuarto de Leo. Se asomó sin ser visto. Marina estaba sentada en el suelo con un cuaderno grande en las piernas. Leo estaba a su lado dibujando algo con mucha concentración.

Ella le preguntaba qué era eso tan grande en medio del dibujo y él le dijo que era un robot que podía volar y caminar, aunque él no podía hacer ninguna de las dos cosas. Marina le contestó, “Entonces tú lo controlas desde tu silla. Él es tus piernas y tus alas.” Leo la miró con una mezcla de sorpresa y admiración. Tomás sintió un nudo en la garganta y se alejó sin decir nada. Esa noche la cena fue diferente.

Marina preparó arroz con pollo y un postre que su abuela le enseñó. Pan con leche y canela espolvoreado con azúcar. Leo comió todo sin protestar. Incluso pidió más del postre. Tomás lo miró sorprendido y Marina se encogió de hombros como si no fuera gran cosa, pero lo era, lo sabían los tres.

Después de cenar, Tomás se quedó solo en la sala con un vaso de vino en la mano. Marina estaba lavando los platos y Leo ya estaba en su cuarto viendo una película. Tomás la observó desde lejos con la cocina medio oscura, iluminada solo por la lámpara de encima.
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Se preguntó en qué momento esa mujer, que apenas tenía unos días en su casa, había logrado lo que él no había podido en dos años. Se acercó para darle las gracias. Le dijo que estaba sorprendido de ver a Leo tan tranquilo. Ella se secó las manos y lo miró de frente. No sé si tenga algo que ver conmigo. A lo mejor él ya estaba listo. Tomás negó con la cabeza. No es por ti. Él no se abre con cualquiera.

Marina bajó la mirada apenada. Gracias, don Tomás. Y luego con una sonrisa, pero no me diga así, me hace sentir como si tuviera 70 años. Tomás se rió sin querer. Está bien, Marina. Entonces tú dime, Tomás, sin el don. Ella asintió. Trato hecho. Se quedaron en silencio unos segundos. Luego ella siguió lavando los trastes y él se fue a su estudio.

Esa noche, antes de dormir, Tomás pasó por el cuarto de Leo. El niño ya dormía. En la repisa había un dibujo nuevo, un robot gigante con alas y al centro un niño pequeño con cara feliz manejándolo. Tomás lo tomó con cuidado y se lo quedó viendo. No dijo nada, solo se sentó junto a su hijo, lo cubrió con la cobija y apagó la luz.

Esa mañana el cielo estaba nublado, pero no hacía frío. Era de esos días raros en los que el clima no decide si quiere llover o solo fastidiar con el aire húmedo. Leo estaba en su cuarto viendo por la ventana con la misma cara de siempre, la que no mostraba nada, pero lo decía todo. Marina se asomó desde la puerta con una cajita de madera en las manos.

¿Puedo pasar? Leo asintió sin decir nada. Ella entró despacio y se sentó en el piso frente a él. La cajita tenía juegos de mesa, no eran nuevos. Se notaba que ya tenían uso, pero estaban bien cuidados. Marina los había traído de su casa de cuando su hijo era pequeño. Ahora él vivía con su papá en otro estado.

Leo no sabía nada de eso. Solo vio las fichas de colores y se le movió algo en los ojos, como una pequeña chispa que aún no se decidía aprender. “Este se llama Serpientes y escaleras”, le dijo Marina. Mi hijo y yo jugábamos cuando estaba aburrido. A veces me ganaba con trampa, pero me dejaba porque me hacía reír.

Leo la miró medio interesado. ¿Sabes jugar? Sí, en la escuela lo jugábamos. Marina sacó el tablero y lo puso sobre la mesita baja. Leo se acercó con su silla y tomó los dados sin decir una palabra. Marina se sentó del otro lado. El silencio se llenó con el sonido del dado rebotando sobre la madera.

Jugaron una partida, luego otra. Leo se concentraba, pero no mostraba ninguna emoción. Solo hacía lo que tenía que hacer: tirar los dados, mover su ficha, esperar su turno. Marina no lo presionaba, no le decía ánimo, ni le ponía esa voz falsa que usaban algunas personas con él como si fuera de cristal. Solo jugaba con él como si fuera cualquier niño.

En la tercera partida, Marina cayó en una serpiente larga que la bajó casi al inicio del tablero. Hizo una mueca exagerada. se tiró hacia atrás y dijo, “No puede ser.” Como si fuera una tragedia griega. Leo la miró. Le pareció chistosa. Se le movieron las comisuras de los labios. Poquito, muy poquito. Marina lo notó, pero no dijo nada. Siguió el juego.

En la siguiente ronda, Leo cayó en una escalera que lo subió directo al casillero 97. Marina puso cara de sorprendida. Nos vamos a ver las caras, ¿eh? Eso fue suerte de campeón. Leo la miró de nuevo, esta vez bajó la vista, pero con una expresión distinta, como si estuviera conteniendo algo. “Te voy a ganar”, dijo en voz bajita.

“Pues a ver si es cierto”, contestó Marina con los ojos brillosos. La partida terminó con Leo ganando. No hizo ninguna celebración, solo se quedó viendo el tablero con atención. Marina juntó las fichas mientras él miraba por la ventana. Después de un rato, Leo habló sin que nadie le preguntara, “¿Tienes hijos?” Sí, uno se llama Darío, ya está grande, vive con su papá, pero hablamos todos los días. ¿Por qué no vive contigo? Marina se quedó pensativa.

Porque a veces los adultos no se entienden. Y cuando eso pasa, uno tiene que hacer lo mejor que puede con lo que le toca. Pero lo quiero muchísimo, aunque no lo vea a diario. Leo asintió como si entendiera más de lo que aparentaba. se quedó callado un momento, luego la miró de nuevo. Yo extraño a mi mamá. A Marina se le apretó el pecho, pero no quiso llorar. Se acercó y le puso la mano en el brazo.

Despacio, con respeto. Claro que sí, mi amor. Y está bien que la extrañes. Leo bajó la mirada. Marina no dijo más. Se levantó, recogió la caja y salió del cuarto, dejándolo con sus pensamientos. Esa tarde Tomás llegó del trabajo más temprano de lo normal. Estaba de mal humor por una reunión que había salido mal.
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saludó rápido a los empleados, subió a su habitación, se cambió y bajó directo al estudio. Cuando pasó por el pasillo, escuchó ruidos en el jardín, se asomó por la ventana y se detuvo. Leo estaba con Marina en el pasto al lado de su silla de ruedas. Marina estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y Leo le lanzaba una pelota pequeña.

No una pelota normal, era una de esas que botan poquito, hecha de espuma. Marina se la lanzaba con cuidado y Leo se la devolvía con la misma fuerza. Pero lo que llamó la atención de Tomás no fue el juego, fue la expresión en el rostro de su hijo. Leo estaba sonriendo. No una sonrisa discreta ni forzada.

Estaba sonriendo de verdad, con los ojos abiertos, los cachetes levantados y los dientes asomados. Se estaba riendo. Se escuchaba su risa. Se oía bajita, entrecortada, pero real. Tomás abrió la puerta del jardín con cuidado, sin hacer ruido. Se quedó parado en el barco. Leo no lo vio. Seguía jugando con Marina, quien de pronto le dijo algo que él no escuchó, pero que hizo que Leo estallara en una risa más fuerte. Marina también se reía.

El sol se colaba entre las nubes justo en ese momento y parecía que toda la escena tenía luz propia. Tomás no supo qué hacer. Se le hizo un nudo en el pecho, como si le hubieran puesto algo caliente adentro. No lloraba fácil, pero sintió los ojos mojados, no por tristeza, sino por sorpresa, por emoción, por alivio. Entró al jardín sin decir palabra. Leo lo vio y dejó de reír de inmediato. Se puso serio.

Marina también lo notó y se puso de pie. Papá. Tomás sonró. Perdón por interrumpir. Solo quería ver qué hacían. Jugábamos con la pelota, dijo Leo. Marina es buena, pero a veces lanza chueco, ¿no es cierto?, dijo Marina riéndose otra vez. Tomás se sentó en la banca de piedra que había cerca y los miró. No dijo nada más, solo observó.

Marina le lanzó la pelota a Leo con más fuerza y Leo la atrapó como pudo. Se la regresó con una puntería que nunca antes había mostrado. Tomás volvió a ver la sonrisa de su hijo, esa que pensaba perdida para siempre, y supo en ese momento que algo había cambiado. Esa noche, en la cena, Leo habló más que nunca.

contó lo del juego, lo de la serpiente que casi hace perder a Marina, lo del dibujo del robot que ya estaba colgado en la pared y hasta lo del pan con leche del día anterior. Marina se sentó a cenar con ellos por petición de Leo. Tomás solo los miraba en silencio, pero con una paz que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

Antes de irse a dormir, Leo le dio un abrazo a Marina, no muy fuerte, no muy largo, pero suficiente para que ella se quedara congelada por un segundo. Le acarició la cabeza y le dijo, “Buenas noches.” Subió solo en su silla eléctrica. Despacito, sin pedir ayuda. Tomás se quedó con Marina en la sala. No sabían qué decse. Él le ofreció un té. Ella aceptó. Se sentaron uno frente al otro con la taza caliente entre las manos.

“Gracias”, le dijo Tomás sin adornos. No sé cómo lo hiciste, pero hoy vi a mi hijo sonreír. No hice nada, solo estuve ahí. Él tenía muchas ganas de reírse. No más necesitaba permiso. Tomás asintió. Se quedaron callados, pero era un silencio distinto de esos que no incomodan, que no pesan. Un silencio lleno de cosas que no se dicen, pero se sienten.

Y así, en medio de una casa que hasta hace poco estaba llena de sombras, apareció una sonrisa chiquita, pero lo cambió todo. El viernes empezó igual que todos los días con Marina entrando a la cocina antes que nadie, encendiendo las luces sin hacer ruido y preparando el desayuno como si llevara años haciéndolo.

Ya sabía cómo le gustaban los huevos a Tomás, cuánta azúcar tomaba en el café y qué fruta prefería Leo. Esa mañana tocó papaya con granola y un jugo de zanahoria que a Leo no le encantaba, pero igual se lo tomaba sin protestar. El niño estaba sentado en su silla viendo su caricatura favorita mientras movía un cochecito de metal entre las piernas.

Marina le acarició el cabello al pasar, sin decir nada, como ya era costumbre. Tomás bajó con una camisa sin planchar, algo raro en él y el cabello todavía húmedo. Se veía cansado, con el rostro un poco más arrugado de lo normal. La semana había sido larga, pero esa cara también traía algo más. Algo que Marina notó en cuanto lo vio. Tristeza mezclada con nostalgia.

Durmió mal, le preguntó mientras le servía el café. Un poco. Mucho en qué pensar. Tomás hizo una mueca. Hoy sería el cumpleaños de Clara”, dijo en voz baja. Siempre le gustaba celebrarlo con una cena en casa. Invitaba a sus amigas, hacía ella misma la comida, ponía velas. Era toda una producción. A mí me daba flojera, pero la casa se llenaba de vida.
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Marina bajó la mirada, no dijo nada, solo le dejó el café junto al plato de huevos con jamón y se fue a lavar la licuadora. No hacía falta decir más. Leo no comentó nada. Tal vez no lo había escuchado o tal vez sí, pero prefirió seguir en su mundo, girando las llantas de su silla con cuidado. El día pasó tranquilo.

Marina limpió el segundo piso, lavó ropa, ayudó a Leo con un dibujo y preparó galletas de avena. Tomás tuvo reuniones, llamadas, documentos por revisar, pero no podía quitarse de la cabeza ese recuerdo. Clara bailando en la sala con una copa en la mano, riéndose con sus amigas, poniéndose flores en el cabello. Esa noche la casa estaba en silencio.

Él estaba en el estudio fingiendo trabajar cuando Leo se asomó por la puerta. Papá, ¿qué pasó, campeón? ¿Podemos cenar con Marina hoy? Tomás lo miró sorprendido. Dejó la pluma sobre el escritorio. ¿Tienes hambre? Un poquito, pero me gusta cuando cenamos los tres. Tomás asintió sin pensarlo mucho. Sí, claro, voy a decirle. Caminó hasta la cocina y encontró a Marina terminando de guardar los trastes.

Ya se había quitado el mandil y se veía lista para subir a su cuarto. Al escuchar a Tomás, se detuvo. Oye, Marina, Leo quiere que cenemos los tres. Ella parpadeó hoy. Sí, no tiene que ser nada especial, algo sencillo, lo que sea. Marina lo pensó unos segundos, luego asintió. Denme 20 minutos.

Tomás regresó con Leo, que ya había acomodado su lugar en la mesa. Había puesto su vaso favorito, uno con dibujos de dinosaurios y una servilleta doblada en forma de avión. 22 minutos después, Marina entró al comedor con una olla de pasta caliente, pan con ajo y una ensalada que parecía sacada de un restaurante. No era nada complicado, pero olía ahogar.

puso todo en la mesa y se sentó sin mucho protocolo. Leo ya tenía el tenedor en la mano y miraba la olla como si fuera un tesoro. Tomás se sirvió primero, luego Leo y Marina se sirvió al final. Comieron en silencio los primeros minutos.

Solo se oía el sonido de los cubiertos, el crujido del pan y el golpeteo suave del tenedor de Leo contra el plato. Luego empezaron a hablar poco a poco. Leo preguntó si podían ver una película después. Marina sugirió una vieja de aventuras que le gustaba a su hijo cuando era chico. Tomás contó una anécdota de cuando Clara quemó una lasaña y la casa se llenó de humo. Se rieron.
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Leo preguntó si su mamá sabía cocinar y Tomás dijo que sí, pero que a veces le salían cosas espantosas. Marina rió más fuerte. Después del postre, gelatina de limón con pedacitos de fruta. Leo se quedó dormido en la sala viendo la película. Tomás lo cargó con cuidado y lo subió a su habitación, donde lo acomodó con cariño.

Cuando bajó, Marina estaba lavando los platos. “Déjame ayudarte”, dijo Tomás mientras se arremangaba la camisa. No hace falta”, insisto. Se puso a su lado y tomó un trapo. Ella le pasó los platos y él los fue secando. Ninguno hablaba, pero el silencio no era incómodo. Había una paz suave en el ambiente.

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