En ese instante, el magnate que lo había perdido todo encontró un rayo de esperanza. Le tomó la mano con voz temblorosa:
—Por favor, sálvela. Es mi única hija.
La cirugía comenzó a las dos de la madrugada. El quirófano era un escenario frío iluminado por luces intensas. La doctora Lan estaba en el centro, con las manos firmes y precisas, como si hubiera practicado miles de veces.
El pitido del monitor cardíaco subía y bajaba, a veces rozando el silencio mortal. Afuera, Don Fernando se dejó caer en una silla, con las manos juntas rezando. El hombre que nunca había creído en Dios ahora murmuraba, rogando por un milagro.
Diez horas transcurrieron. Finalmente, la puerta se abrió y la Dra. Lan salió, el uniforme empapado de sudor. Su rostro estaba agotado, pero sus ojos brillaban:
—Ella ha superado la crisis.
Don Fernando rompió en llanto, los ojos enrojecidos. Avanzó hacia la doctora y, sin poder articular palabra, se arrodilló ante ella. El orgulloso millonario, que jamás había inclinado la cabeza ante nadie, lo hacía ahora frente a una joven médica extranjera.
Días después, Isabella despertó. La luz suave entraba por la ventana de la habitación del hospital. Vio a su padre a su lado, con el rostro demacrado pero iluminado de alegría. Y junto a él estaba aquella mujer menuda de mirada bondadosa.
Don Fernando, con la voz quebrada, dijo:
—Hija, esta es la doctora Lan. Ella te devolvió la vida.