Jamás olvidaré aquella noche. Se suponía que sería una cena familiar sencilla: solo mi marido, su madre y yo. Había pasado horas arreglándome, con un vestido nuevo color crema que había estado guardando durante meses para comprar. Incluso me peiné como le gustaba a mi marido: ondas suaves, un peinado pulido y elegante.
Pero desde el momento en que entré en ese restaurante, lo sentí. La tensión.
Los ojos inquisitivos de mi suegra, Margaret, me escrutaban de pies a cabeza.
—Emily —dijo con ese tono que siempre me hacía sentir dos pulgadas más alta—, no me había dado cuenta de que el color crema todavía se consideraba un color para mujeres de tu edad.

Tenía 33 años. No era anciana ni mucho menos, pero Margaret siempre tenía algo que decir: sobre mi trabajo, mi cocina, mi aspecto, incluso sobre mi forma de respirar.
Mi esposo, Mark, solo sonrió con sorna. “Mamá, sé amable”, dijo, pero su sonrisa demostraba que lo disfrutaba.
La cena transcurrió tan incómoda como se esperaba. Margaret monopolizó la conversación, presumiendo del hijo de su vecino, que acababa de ser ascendido. Cuando intenté contarles sobre mi trabajo —cómo había cerrado un gran trato ese día— Mark me interrumpió.
—Últimamente ha tenido suerte —dijo riendo entre dientes—. Pero veremos si puede mantenerla.
Suerte. Así describió años de mi duro trabajo.
Intenté restarle importancia, concentrándome en mi comida. Pero entonces llegó el camarero con una botella de vino tinto. Margaret sonrió. «¡Oh, Mark, celebremos tu ascenso! ¡Sírvenos una copa a todos!».
Mark levantó la botella y comenzó a verter.
Entonces, justo cuando el camarero se dio la vuelta, “accidentalmente” la inclinó demasiado, y una cascada de sangre salpicó todo mi vestido.
El color burdeos intenso empapó la tela color crema al instante. Se oyeron exclamaciones de asombro en el restaurante. Me quedé paralizada.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Margaret riendo—. ¡Mark, de verdad! ¡Le has arruinado el vestido! Pero quizá el rojo le quede mejor; disimula las arrugas.
Se rieron juntos. De verdad se rieron.

Me ardía la garganta. Me picaban los ojos, pero me negué a llorar delante de ellos. Cogí una servilleta, me sequé las manchas y me levanté despacio.
Mark me miró con esa sonrisa arrogante y desdeñosa. “Relájate, Emily. Es solo un vestido. Exageras todo.”
Sonreí —con calma, con frialdad—. Tienes razón —dije en voz baja—. Es solo un vestido.
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