Mi madre, quien acaba de fallecer, dejó toda su fortuna de 5 millones de dólares a mi codicioso hermano y mis tías. Solo recibí un sobre. La cuidé en cada noche de insomnio y en cada visita al médico, mientras que ellos solo venían cuando necesitaban dinero.

Sentado en el despacho del abogado, me sentí invisible mientras leía el testamento. Mis familiares sonreían, imaginando ya cómo gastarían su parte.
Entonces, el abogado me entregó un sobre pequeño y me dijo con dulzura: «Tu madre te quería más que a nadie». Dentro solo había una dirección y una llave.
Impulsado por una mezcla de curiosidad y tristeza, llegué a la dirección más tarde ese mismo día. Me llevó a una tranquila cabaña enclavada en la ladera de una colina, rodeada de flores silvestres. Al abrir la puerta, el familiar aroma a lavanda —la favorita de mi madre— llenó el espacio.

Sobre la mesa había una carta escrita a mano. En ella, me contaba que, si bien muchos se habían interesado por su riqueza, yo siempre la había querido profundamente. Me reveló que esta cabaña era su verdadero tesoro, el lugar donde había encontrado paz y donde esperaba que yo encontrara un nuevo comienzo. Al final de la carta, había escrito: «Mira en el jardín».
Salí, siguiendo sus palabras. Bajo el viejo roble, encontré un pequeño arcón de madera y un banco que parecía restaurado con mucho cariño.
Dentro del cofre había álbumes de fotos, su anillo de bodas y un documento que confirmaba que la casa y el terreno ahora eran míos. No se trataba del valor de la propiedad, sino del amor que la cubría.
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