Mi nombre es Anna Brooks y tengo veintiséis años.
Nací en un pequeño pueblo pobre de Texas, donde el sol me quemaba la piel y el viento seco traía el olor a hierba seca. Mi padre murió joven y mi madre enfermó gravemente. A los dieciséis años tuve que dejar la escuela y mudarme a Houston para trabajar como empleada doméstica.

Trabajé para la familia Harrison, una de las familias más ricas y reconocidas del sector inmobiliario. Su único hijo, Ethan Harrison, de treinta y un años, era un hombre apuesto y culto que siempre mantenía las distancias con todo el mundo.
Durante casi tres años, serví a la familia en silencio: limpiando, cocinando, haciendo reverencias y manteniendo un perfil bajo. Jamás imaginé que algún día el nombre de «Anna Brooks» se uniría al de «Harrison».
La extraña propuesta
Una mañana, la señora Caroline Harrison, la casera, me llamó al salón. Colocó un certificado de matrimonio sobre la mesa frente a mí y dijo con voz tranquila pero firme:
“Anna, si aceptas casarte con Ethan, la villa junto al lago en Austin, valorada en 2 millones de dólares, estará a tu nombre. Es un regalo de bodas de mi familia.”
Me quedé atónito.
¿Una criada como yo casándose con el único hijo varón de la familia Harrison?
Al principio pensé que estaba bromeando, pero cuando vi la seriedad en sus ojos, me di cuenta de que hablaba en serio.
Desconocía el motivo de tal oferta. Solo sabía que mi madre necesitaba dinero con urgencia para su tratamiento, y que esta podría ser mi única oportunidad de salvarla.
Mi mente me decía que me negara, pero mi corazón tembloroso asintió.
La boda se celebró en un hotel de lujo en el centro de Houston. Llevé el vestido blanco que Caroline había elegido para mí y caminé hacia el altar bajo la mirada curiosa de cientos de invitados.
No sonreí. Simplemente apreté las manos con fuerza para que dejaran de temblar.
Ethan, mi prometido, mantuvo su habitual expresión fría y distante. Ni siquiera me miró una sola vez.
Pensé para mis adentros: “Tal vez solo soy un regalo para él, una ‘esposa nominal’ para complacer a su madre”.
Esa noche, en la villa de recién casados junto al lago, me senté al lado de la cama, con las manos temblando. Afuera, el sonido de la lluvia golpeaba suavemente las puertas de cristal.
Ethan entró con un vaso de agua en la mano, y sus pasos eran ligeramente irregulares.
—Bebe esto —dijo en voz baja, casi en un susurro—. Pareces nervioso.
Asentí y bebí, con el corazón latiéndome tan fuerte que podía oírlo. Ethan se sentó al borde de la cama y apagó la luz. La habitación quedó en silencio.
Cerré los ojos, preparándome para lo que se supone que toda novia debe experimentar.
Pero instantes después, oí su voz suave:
—Puedes dormir, Anna. No te tocaré… no hasta que estés lista.
Abrí los ojos y me giré hacia él.
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