¡Limpia bien el baño, inútil, y si no queda perfecto, te quedas sin cenar! Esas fueron las palabras que oí al llegar sin avisar a casa de mi hijo Ricardo. Mi nieta Marta, de apenas seis años, sollozaba aferrada a un trapo más grande que sus manitas. Y los hijos de la esposa de Ricardo, César y Antonio, se reían a carcajadas desde el sofá, viendo la televisión como si nada.
En ese momento se me heló la sangre porque yo había financiado esa casa. Había invertido cada peso para que mi hijo tuviera un hogar digno, y él lo estaba usando para convertir a mi nieta en una esclava doméstica mientras consentía a los hijos de su segunda esposa. Soy Julieta, tengo 69 años y durante décadas creí que ser una buena madre significaba guardar silencio. Aguantar y darlo todo sin pedir nada a cambio.
Creía que el amor incondicional era tragarme el orgullo cuando mi hijo me faltaba al respeto. Pero ese día, viendo a mi nieta limpiar un baño mientras los otros niños disfrutaban de privilegios que yo había pagado, me di cuenta de algo terrible. Había criado a un maltratador, y mi silencio lo había alimentado durante años. Ricardo siempre fue difícil.
Pero cuando nació Marta, pensé que la paternidad lo cambiaría. Su primera esposa, la madre de Marta, había muerto en un accidente cuando la niña tenía apenas tres años. Le rogué al cielo que mi hijo fuera un buen padre para esa criatura inocente que había perdido a su joven madre. Entonces apareció Silvia, una mujer calculadora que se casó con Ricardo sabiendo que yo tenía dinero.
Llegó con sus dos hijos, César, de diez años, y Antonio, de ocho, y desde el primer día dejó claro quiénes eran los favoritos en esa casa. Mis sospechas comenzaron cuando noté que Marta siempre estaba callada, siempre asustada, siempre intentando pasar desapercibida. Pero lo que vi ese día superó mis peores temores.
¿Por qué está limpiando mi nieta mientras ellos ven la tele?, pregunté, intentando controlar la rabia que me hervía por dentro. Ricardo me miró con desprecio, como si mi pregunta fuera estúpida. Porque tiene que aprender responsabilidades. Los otros niños ya han hecho los deberes. Mentira.
Vi los platos sucios sobre la mesa, los juguetes tirados por toda la habitación, las mochilas escolares abandonadas en el suelo. Pero Marta, mi nieta de seis años, era la única obligada a limpiar. «Es una niña, Ricardo. Debería estar jugando, no haciendo de criada». Silvia salió de la cocina secándose las manos con una toalla.
Su sonrisa fingida no logró ocultar el veneno en sus ojos. Ay, Julieta, no exageres. La niña necesita disciplina. Su madre la malcrió mucho antes de morir. El insulto a la memoria de la difunta madre de Marta fue la gota que colmó el vaso. Pero me dijeron de lo que era capaz. Esa noche, al regresar a mi apartamento, no pude dormir.
Las imágenes de mi nieta sollozando se repetían en mi mente como una pesadilla. Entonces recordé algo que había guardado en secreto durante años. Cuando Ricardo me pidió ayuda para comprar esa casa, no le di el dinero. Yo hice la financiación a mi nombre. La casa estuvo a mi nombre desde el principio, pero nunca se lo dije. Quería que se sintiera independiente, que creyera que había logrado algo por sí mismo.
Qué gran error fue ese acto de generosidad, porque ahora mi hijo usaba mi propia casa para atormentar a mi nieta y yo tenía el poder de detenerlo. Esa noche tomé una decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre. Al día siguiente volví a casa más temprano, pero esta vez no toqué el timbre. Usé mi copia de la llave, la que había guardado desde la construcción.
Lo que encontré me destrozó el alma y confirmó mis peores sospechas. Marta estaba en la cocina, subido a una silla para alcanzar los platos sucios del desayuno. Le temblaban las manos mientras intentaba no romper nada. En la mesa, César y Antonio terminaban tranquilamente sus cereales viendo vídeos en el móvil de Silvia. Richard leía el periódico como si fuera el rey de su castillo.
¡Date prisa, Marta, llegamos tarde al colegio!, gritó Silvia desde su habitación. Y no olvides preparar las loncheras de tus hermanos. «Hermanos», esa palabra me hirió profundamente. César y Antonio no eran hermanos de Marta, eran los hijos consentidos de una mujer que había convertido a mi nieta en su sirvienta personal.
Me quedé escondida observando. Marta preparaba las loncheras con movimientos rápidos y nerviosos. Cuando puso más jamón en la de César que en la de Antonio, este se quejó. «Mamá, Marta me ha dado menos comida que César otra vez». Silvia bajó las escaleras furiosa.
Su vestido rojo brillante contrastaba con la expresión de odio en su rostro. Sin decir palabra, tomó la lonchera de Marta y la vació en el lavavajillas. Eres una inútil. No sabes hacer nada bien. Por eso murió tu mamá, porque no soportaba tener una hija tan estúpida. El llanto silencioso de Marta me partió el corazón. Ricardo siguió leyendo el periódico como si nada hubiera pasado, como si las lágrimas de su propia hija no le importaran en absoluto.
—Ahora tendrás que comprar algo en la cafetería de la escuela —continuó Silvia—. Usa el dinero de tu cumpleaños. El dinero que le di a Marta la semana anterior. Esos monstruos la obligaron a usar sus propios dones para sobrevivir. No pude soportarlo más. Entré en la cocina con paso decidido. —¿Qué está pasando aquí? Todos se quedaron paralizados.
Ricardo dejó el periódico con expresión de culpa. Silvia intentó esbozar una sonrisa, pero era demasiado tarde. Lo había visto todo. Julieta, ¡qué sorpresa! No sabíamos que vendrías tan pronto. Evidentemente, no lo sabían, porque si lo hubieran sabido, quizá no estarían torturando a mi nieta delante de mis narices.
Ricardo se puso de pie, intentando intimidarme con su altura. —No te pases, mamá. Solo les estamos enseñando responsabilidades. Responsabilidades. Marta tiene seis años. Ricardo, ¿cuáles son las responsabilidades de César y Antonio? Silencio incómodo. César y Antonio siguieron comiendo como si no les importara la conversación. —Son mayores —murmuró Silvia—. Tienen otras obligaciones.
¿Como cuáles? Ver la tele, jugar a videojuegos, porque es lo único que les he visto hacer cada vez que vengo. La tensión en la cocina era palpable. Marta se me acercó instintivamente buscando protección. Sus deditos se aferraron a mi falda. «Abuela, no quiero ir al colegio sin la fiambrera», susurró.
Esas palabras fueron como un mazazo que me convenció de tomar la decisión final. Saqué la cartera y le di dinero a Marta. «Toma, cariño, cómprate lo que quieras en la cafetería». Ricardo me arrebató el dinero de las manos. «No necesitas dinero. Nosotros cubrimos tus gastos». Se aprovechan de ella obligándola a usar sus regalos de cumpleaños para comer.
—No es cierto —mintió Silvia, pero sus ojos nerviosos la delataron—. No es cierto, Marta, dile a la abuela de dónde sacaste el dinero para comprar comida la semana pasada. Mi nieta me miró con terror. Sabía que decir la verdad tendría consecuencias, pero también sabía que mentir estaría mal. —Dile a la abuela de dónde sacaste el dinero que me diste para mi cumpleaños, abuela —dijo Silvia— que tenía que aprender a administrarme.
Ricardo explotó. ¡Basta! Esta es mi casa y aquí las cosas se hacen como yo digo. Si no te gusta, te puedes ir. Su casa. Qué gracioso oír esas palabras salir de su boca. Tu casa, Ricardo. ¿Estás seguro? Claro que es mi casa. La pagué con mi trabajo. Sonreí con amargura.
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