Don Arturo desapareció.
Nunca volvió al pueblo.
Dicen que se refugió en el norte, trabajando en algún rancho bajo otro nombre. Nadie volvió a verlo.
Hoy, en esa casa silenciosa, dos niños crecen sin saber que son hermanos por parte de padre. La gente del pueblo ya no habla del tema, pero todos recuerdan aquella historia que aún provoca escalofríos:
la del hombre que destruyó a su familia… dejando dos cunas vacías de amor y llenas de vergüenza.
“La mujer que lloró al reencontrar a su esposo ciego y a su hija cantante después de 16 años”
En el bullicioso corazón de la Ciudad de México, una mujer elegante descendió de un auto de lujo. Su traje sastre color marfil y los tacones finos reflejaban éxito y poder.
Su nombre: Verónica Herrera, conocida como la Reina del Bien Raíz, empresaria millonaria que aparecía cada mes en las portadas de revistas financieras.
Pero ese día, su mundo se detuvo.
A lo lejos, en una esquina de la Avenida Juárez, una adolescente tocaba la guitarra y cantaba con voz temblorosa.
A su lado, un hombre de cabello canoso y ojos blancos, sin vista, escuchaba en silencio.
Cuando Verónica escuchó la canción, sintió que el aire se escapaba de su pecho:
“El día que te fuiste, te miré en la distancia,
aunque mis ojos ya no podían ver…”
Era la canción que ella y su esposo, Daniel, habían escrito juntos cuando eran jóvenes.
Su corazón se rompió.
El hombre ciego frente a ella… era Daniel.
Y la joven cantante… su hija, Camila, a quien no veía desde hacía 16 años.
Dieciséis años atrás, Verónica y Daniel vivían en un humilde barrio de Oaxaca. Él era músico, apasionado pero ciego de un ojo; ella, una joven con sueños de superación.
Cuando Verónica quedó embarazada, la pobreza los golpeó fuerte. Daniel perdió completamente la vista tras un accidente, y la familia política de ella la obligó a dejar sus estudios para cuidar a su marido.
Pero Verónica tenía ambición.
Un día, le ofrecieron trabajo en la capital. Aceptó, prometiendo enviar dinero.
Confiaba en que pronto volvería por su familia.
El destino, sin embargo, fue cruel.
Poco después de su partida, Daniel tuvo un accidente que lo dejó completamente ciego. Su suegra —la madre de Daniel—, creyendo que Verónica los había abandonado, se llevó a la bebé Camila con ella… y desapareció.
Verónica regresó, desesperada. Buscó en hospitales, refugios, estaciones. Nadie sabía nada.
Daniel, lleno de resentimiento, pensó que ella lo había traicionado y jamás quiso verla.
Ella juró que algún día los encontraría.
Y para eso trabajó como una fiera. Pasó de vendedora a inversionista, de empleada a dueña de una fortuna. Pero todas las noches, en la soledad de su penthouse, abrazaba una vieja foto: ella, Daniel y su hija recién nacida.
Aquel día, cuando escuchó esa canción, Verónica no lo dudó. Se acercó lentamente.
Camila levantó la vista: ojos grandes, nariz fina, labios conocidos.
Y junto a ella, el hombre que una vez fue el amor de su vida.
Daniel, aunque no podía verla, percibió su presencia.
—Camila… ¿hay alguien llorando? —preguntó con voz baja.
—Sí, papá… es una señora. Te mira… y llora mucho —respondió la joven.
—¿Quién es? —
Camila dudó, hasta que la verdad le salió del alma:
—Papá… creo que es mamá.
El tiempo pareció detenerse.
Daniel soltó la guitarra, temblando.
—¿Verónica…? ¿Eres tú?
Ella cayó de rodillas.
—Sí… soy yo, Daniel. Perdóname.
Él extendió las manos, tocó su rostro. Aun sin ver, reconoció cada línea.
Lloraron los tres, abrazados entre la multitud del centro.
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