En un pequeño pueblo del estado de Veracruz, entre montañas y caminos de tierra, la gente no dejaba de murmurar sobre una historia que parecía sacada de una telenovela: una suegra y su nuera… estaban embarazadas al mismo tiempo.
Todo comenzó cuando Valeria, una joven recién casada, se quedó sola en casa después de que su esposo, Luis, partiera a Japón con un contrato de trabajo. Al mismo tiempo, el padre de Luis —don Arturo— tuvo que regresar a su pueblo natal para cuidar a su madre enferma.
La casa, antes llena de vida, quedó en silencio. Solo Valeria y su suegra, doña Rosa, convivían día tras día. Una joven y una mujer madura, unidas por la ausencia de los hombres de la familia.
Pero unos meses después, ocurrió algo que dejó a todos desconcertados: ambas mujeres estaban embarazadas.
Al principio, los vecinos pensaron que era una confusión.
—Seguro la doña está entrando en la menopausia —decían unos.
—Y la muchacha… ¿cómo puede estar embarazada si el marido lleva más de siete meses en Japón? —susurraban otros, entre miradas curiosas.
Nadie en la casa decía una palabra.
Doña Rosa acompañaba a Valeria a sus chequeos médicos, las dos con los vientres cada vez más redondos, cocinando juntas, cuidándose mutuamente. Era una escena tan extraña como tierna, y el pueblo entero hablaba de ellas.
Hasta que una madrugada lluviosa de diciembre, ambas comenzaron a sentir los dolores del parto. Los vecinos, alarmados, consiguieron una camioneta vieja para llevarlas al hospital municipal, a más de 30 kilómetros del pueblo.
Cuando llegaron, los médicos las atendieron de inmediato. Primero fue doña Rosa, luego Valeria. Pero lo que debía ser una noche de nacimientos felices, se convirtió en una pesadilla.
La doctora que atendía el parto de Valeria palideció. Los resultados del análisis genético de rutina mostraban algo imposible:
los dos bebés compartían el mismo ADN paterno.
Los registros médicos confirmaban que el esposo de Valeria estaba fuera del país desde hacía ocho meses. No podía ser el padre.
El hospital entró en caos. El director ordenó revisar las cámaras de seguridad.
Y ahí, en la pantalla, apareció la imagen que nadie quería creer: un hombre barbudo, con gorra y cubrebocas, saliendo apresuradamente del hospital minutos después de los partos.
Era don Arturo, el padre de Luis.
El hombre que todos pensaban estaba en su rancho cuidando a su madre enferma… en realidad vivía desde hacía casi un año en una pequeña granja cercana.
Y durante ese tiempo, había mantenido relaciones con su propia esposa y con su nuera.
La noticia cayó como una bomba.
Valeria, al descubrir la verdad, perdió el control. Gritó, lloró, se encerró durante días. No podía aceptar que su hijo fuera fruto de una traición tan monstruosa.
Doña Rosa, devastada, no dijo nada. Crió al niño de su nuera junto al suyo propio, sabiendo que ambos compartían el mismo padre.
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