La Sombra de Dos Vidas

Capítulo I: El Regreso de Alejandro

Alejandro de la Cruz salió del ascensor revestido de ébano, el eco de sus zapatos de vestir resonando en el suelo de mármol importado. Su penthouse se alzaba en el piso más alto de Torre Mayor, uno de los rascacielos más majestuosos de la Ciudad de México (CDMX), ofreciéndole una vista panorámica del caos brillante de El Ángel de la Independencia. Pero esta vista imponente, un símbolo de su carrera y éxito, ahora solo le recordaba un vacío.

Era casi la una de la madrugada. Alejandro, director ejecutivo de una empresa de tecnología financiera de rápido crecimiento, acababa de terminar un viaje relámpago de 48 horas a Nueva York para cerrar un trato. Había aprendido a trabajar privado de sueño, pero en las últimas tres semanas, desde el nacimiento de sus gemelos—Mateo y Lucas—, el agotamiento se había vuelto crónico, incrustándose en cada fibra de su ser.

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Su esposa, Isabella, aún se recuperaba en su casa familiar en Puebla después de un parto difícil y prolongado. Aunque ella había contratado un equipo de apoyo costoso, incluyendo un chef privado y un fisioterapeuta, la responsabilidad principal del cuidado de los gemelos recaía en una sola persona en el apartamento de CDMX: Elena Reyes.

Elena no era una niñera común. Era una partera y enfermera pediátrica formada en el Hospital Infantil de México, contratada con un salario generoso para asegurar que Mateo y Lucas—sus preciosos y frágiles hijos, nacidos dos semanas prematuramente—recibieran el más alto estándar de atención. Alejandro pagaba por el profesionalismo y, a cambio, esperaba una eficiencia perfecta.

Abrió la puerta principal, el sistema de seguridad se desactivó con un discreto “bip”. El apartamento estaba sumido en una oscuridad y un silencio denso, el tipo de silencio al que Alejandro se había acostumbrado—el silencio de un hombre exitoso que había comprado la tranquilidad.

Se quitó la chaqueta del traje, arrojó la corbata sobre una mesa y se dirigió directamente a la habitación de los bebés, al final del pasillo. Debería haber ido a ducharse y acostarse, pero una vaga compulsión, quizás la conciencia de un padre ausente, lo arrastró.

Capítulo II: El Descubrimiento Inesperado

 

 

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