La Sombra de Dos Vidas

Alejandro empujó suavemente la puerta. No estaba cerrada. Entró, sus ojos tardaron un momento en ajustarse a la luz dorada y suave que emitía la lámpara de mesa colocada sobre una cómoda de madera de roble mexicano. El olor a fórmula láctea y talco flotaba en el aire, un aroma extraño pero que comenzaba a resultarle familiar.

Esperaba ver a Elena sentada erguida en el sillón de cuero marrón, con un temporizador colocado a su lado, tal vez anotando datos en el diario de alimentación con la misma seriedad e impasibilidad que siempre mostraba.

Pero la escena que vio era completamente diferente, y lo dejó mudo.

Elena Reyes, la mujer a la que nunca había visto con un cabello fuera de lugar bajo su nítido gorro de enfermera blanco, estaba desplomada sobre la suave alfombra de lana. No estaba en el sofá cama para el personal; estaba tirada directamente en el suelo, acurrucada inconscientemente al lado de las dos cunas.

Su brazo derecho estaba extendido, casi tocando la manta de Lucas, quien yacía boca arriba, su pequeño brazo agitándose en sueños. Su brazo izquierdo era una almohada improvisada para su cabeza, que aún llevaba el gorro de enfermera. Vestía su uniforme azul claro con ribetes blancos, y estaba inusualmente arrugado.

Y luego Alejandro los vio: Mateo y Lucas.

Los dos bebés habían sido colocados para dormir fuera de sus cunas. Estaban vestidos con sus pijamas de una pieza, acostados en paralelo sobre una única almohada pequeña colocada en el suelo, justo al lado del vientre de Elena. Parecían dos pequeñas muñecas de porcelana, sus rostros suavemente iluminados por la luz tenue, sus respiraciones uniformes y pacíficas.

Alejandro se acercó lentamente, sus rodillas ligeramente dobladas, imitando la pose de la foto. El shock en su rostro no era de ira. Era de reconocimiento. Él había pagado por el profesionalismo, pero lo que estaba viendo no era falta de profesionalismo; era el agotamiento absoluto de alguien que había superado sus límites físicos por una devoción que no se podía comprar.

Miró el reloj en la muñeca de Elena. Se había detenido a las 3:45. Quizás de la mañana anterior. En su mano derecha, atrapado entre el índice y el pulgar, había un collar diminuto, un delgado cordón de cuero con un pequeño colgante de plata de la Virgen de Guadalupe, ligeramente empañado por el sudor. Era un artículo profundamente personal, un amuleto mexicano, en total contraste con su uniforme formal.

Capítulo III: La Carga Invisible

 

 

⏬️⏬️ continúa en la página siguiente ⏬️⏬️

Leave a Comment