La mañana del jueves 14 de septiembre de 1978 en San Juan de los Lagos, Jalisco, comenzó como tantas otras.
Sin embargo, una antigua trabajadora doméstica aportó un dato inquietante. En 2004, 3 años después de la muerte del excomandante, un grupo de hombres vestidos con trajes oscuros acudieron al panteón acompañados de un abogado del gobierno para realizar una revisión por cuestiones legales. La mujer no recordaba los nombres, pero sí la hora. fue al amanecer en secreto.
Esa intervención no estaba registrada en ninguna base oficial. Mientras tanto, el laboratorio forense consiguió recuperar una huella parcial de una de las ligas plastificadas con las que estaban atados los billetes ocultos en la camioneta. La huella, si bien incompleta, mostraba patrones coincidentes con registros antiguos de personal policial.
No era posible determinar con certeza la identidad, pero el algoritmo de coincidencia arrojó como primer resultado. del SID, Rodolfo, legalmente insuficiente, narrativamente devastador, las autoridades comenzaron a entreteger un expediente más amplio, una red de omisiones, encubrimientos y manipulaciones que parecía haber operado con total impunidad en la región Altos Norte de Jalisco durante al menos 5 años.
Ramón Herrera, pequeño mecánico de provincia, había sido una pieza menor en una maquinaria mayor, pero su negativa o su simple incomodidad lo convirtió en objetivo. No era necesario que hablara, solo bastaba con que dudara. El testimonio de Rogelio cobró aún más peso al recordar que dos días antes de la desaparición de su maestro, Ramón había sido visitado por un hombre al que llamaban el ingeniero. Nunca supo su nombre real.
Vestía guallavera blanca, conducía un bocho verde botella y preguntó por el encargo de los martes. Ramón respondió con evasivas. esa misma noche dijo estar considerando cerrar todo. El ingeniero no volvió a aparecer, pero el apodo fue rastreado por el equipo de Muñoz en varios archivos. apareció vinculado en 1977 a una causa por enriquecimiento ilícito contra agentes de tránsito.
Su nombre, Gerardo Esquivias Nágera, exfuncionario técnico del Departamento de Transportes de Jalisco. Había muerto en 1995, pero sus propiedades seguían activas a nombre de terceros. [Música] Una finca en encarnación de Díaz registrada a nombre de una sociedad fantasma fue cateada por orden judicial el 9 de octubre.
En uno de sus sótanos se encontraron archivos destruidos, restos de partes vehiculares e incluso un juego completo de placas vehiculares de los años 70, muchas de ellas con números adulterados. El cateo también arrojó una libreta empolvada dentro de una caja fuerte oxidada. En la portada se leía Ram Hal 0978.
Las iniciales parecían coincidir con Ramón y Jalisco, y la fecha reforzaba la línea temporal. En su interior había cifras, nombres, rutas. Muchos estaban tachados. Uno de los apuntes decía, “El del motor no quiere. dice que no va a correr más para nadie, arreglar antes del 15. Ramón desapareció el 14. La cronología se estrechaba. Los indicios dejaban de ser suposiciones.
Había un patrón de coersión, de advertencias sutiles, de silencios obligados. El arreglar parecía, en ese contexto no referirse a ninguna reparación mecánica. Ese hallazgo desencadenó una revisión de casos similares en la zona entre 1976 y 1980. Al menos cinco desapariciones de pequeños empresarios no habían sido resueltas. Un herrero, un comerciante de llantas, un chóer de transporte de carga, un tapicero y un taxista.
Todos habían tenido contactos con vehículos, rutas y modificaciones. Todos desaparecieron sin dejar rastro. Ninguno fue investigado a fondo. En cada uno de esos casos, como en el de Ramón, hubo una constante silencio administrativo, omisiones policiales y familiares que jamás obtuvieron respuestas.
El impacto acumulado de los hallazgos forzó a la Fiscalía Estatal a aceptar que lo que estaba saliendo a la luz no era un caso aislado, sino parte de una red de operaciones oscuras que había operado durante años con cobertura institucional. La figura de Ramón Herrera Hernández adquiría en ese contexto un peso simbólico inesperado, no solo como víctima, sino como testigo silenciado de un sistema que prefería borrar a quien dudaba antes que enfrentarse al riesgo de ser expuesto.
La fiscal Leticia Muñoz ordenó centralizar todos los expedientes vinculados con desapariciones de trabajadores independientes entre 1975 y 1980. En un intento de armar un mapa más completo, uno de los documentos más reveladores surgió del archivo muerto de la extinta dirección de vehículos de Guadalajara.
Un oficio fechado el 29 de agosto de 1978, firmado por Gerardo Esquivias Náera, el ya fallecido ingeniero, en el que se autoriza la emisión de cinco juegos de placas temporales para proyectos de campo de inspección vehicular. Una de esas combinaciones alfanuméricas coincidía parcialmente con la secuencia hallada en la camioneta enterrada.
Era una señal clara de que el vehículo de Ramón había sido utilizado como pantalla para fines ilegales, posiblemente después de su muerte. Paralelamente se reabrieron entrevistas a antiguos funcionarios retirados, uno de ellos, Salvador Paniagua, antiguo jefe de sector en Tepatitlán.
Hoy con 82 años y en silla de ruedas aceptó recibir al equipo fiscal en su casa. Durante la conversación confesó que en 1978 había recibido órdenes directas de no intervenir en casos con clave mecánico. Aquella frase ambigua, parecía referirse a algún código informal para referenciar talleres involucrados en operaciones especiales. Uno se callaba joven. En esos años, el que preguntaba mucho no duraba”, dijo mientras sostenía una libreta antigua donde con pulso tembloroso marcaba con una X los nombres de colegas que como él fueron obligados a mirar hacia otro lado. Esa red de silencio institucional, construida por
miedo, conveniencia o directamente por complicidad, hizo posible que el caso de Ramón quedara sepultado durante 30 años. Nadie firmó la inspección a su taller. Nadie reportó la retención de su camioneta. Nadie investigó el registro de los billetes antiguos.
Todo parecía haber sido cuidadosamente desvanecido, pero no todo pudo ser borrado. En la reconstrucción forense final del caso, los expertos lograron determinar la posición exacta del cuerpo de Ramón dentro del compartimento del chasis. El cadáver había sido colocado de forma fetal, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza ladeada hacia el costado derecho. Esa posición no era casual.
indicaba que había sido introducido a la fuerza con violencia, pero también con un conocimiento profundo del vehículo. Era muy probable que quien lo ocultó supiera exactamente qué partes desmontar, cómo distribuir el peso para evitar que el vehículo delatara su carga y cómo cubrirlo para resistir años de humedad sin colapsar. El cuerpo presentaba fracturas antiguas compatibles con una caída o un golpe contundente.
No había lesiones de arma de fuego. En el informe final se estableció la causa de muerte como traumatismo cráneoencefálico severo con hemorragia interna no tratada. El golpe, según las estimaciones, ocurrió entre 8 y 12 horas antes del ocultamiento, lo que implicaba que Ramón probablemente agonizó antes de morir en soledad, en silencio.
La única pertenencia encontrada con él fue una medalla de San Benito oxidada colgada de un hilo de cáñamo alrededor del cuello. Esa medalla fue devuelta a Rogelio, el único ha llegado vivo con vínculos directos. la sostuvo entre los dedos por varios minutos antes de guardarla en el bolsillo interior de su chaqueta. Él la llevaba todos los días.