La mañana del jueves 14 de septiembre de 1978 en San Juan de los Lagos, Jalisco, comenzó como tantas otras.
El hallazgo, silencioso y opaco como un susurro tragado por la tierra, inquietó a Tomás. Sin tocar nada más, regresó al pueblo y avisó a la comandancia de Lagos de Moreno. Al día siguiente, martes por la mañana, dos agentes estatales y un perito forense acudieron al lugar con palas, cintas amarillas y linternas portátiles.
Tras más de 3 horas de remoción manual, emergió un vehículo semienterrado, una camioneta Chevrolet C10, modelo antiguo, visiblemente dañada, sin llantas, sin cristales, con la defensa trasera colapsada. En el interior había escombros, ramas, tierra apelmazada, pero el chasis y parte de la estructura conservaban aún las líneas distintivas del diseño setentero.
No tenía placas visibles, pero el número de serie grabado en el borde interior del chasis del lado del conductor aún era parcialmente legible. Tras limpiar con cuidado el metal corroído y fotografiarlo, el perito comparó los dígitos con la base estatal de vehículos antiguos. Fue entonces cuando saltó un expediente archivado hacía décadas. La camioneta coincidía con la reportada por desaparición en 1978, asociada a un nombre olvidado.
Ramón Herrera Hernández. El caso, inactivo por más de 30 años, había dormido bajo capas de indiferencia institucional. Nadie, en la Fiscalía Regional recordaba al tal Ramón. La camioneta fue extraída con una grúa al mediodía. Al moverla, la tierra desprendida dejó al descubierto la puerta del conductor y parte del piso del vehículo.
El interior, deshecho por la humedad, olía a metal rancio, a caucho podrido, a encierro. No había rastro de los asientos originales ni del volante, pero bajo el asiento trasero, sorprendentemente intacto, uno de los agentes encontró una especie de compartimento improvisado. Era una cavidad rectangular cubierta por una lámina metálica remachada y sellada con brea endurecida. Al abrirla con cuidado, encontraron varios fajos de billetes apilados.
Eran pesos antiguos de los años 70. Con la imagen de Miguel Hidalgo impresa en papel grueso, estaban húmedos, manchados de mo, pegados entre sí por el tiempo, algunos prácticamente desintegrados. El total no se pudo contar en ese momento, pero los peritos estimaron que originalmente debió haber varios millones.
El dinero, evidentemente oculto, no podía estar allí por accidente. Era dinero escondido, conservado, pensado para permanecer oculto durante mucho tiempo. Un silencio incómodo invadió a los presentes. [Música] Uno de los agentes propuso registrar el resto del vehículo antes de trasladarlo.
Fue entonces cuando notaron que el piso trasero del chasis tenía una lámina soldada. distinta del resto, con marcas de soldadura improvisada. El perito forense recomendó no manipularla en el sitio. La camioneta fue asegurada y enviada a las instalaciones del Servicio Médico Forense de Guadalajara con custodia armada y una orden de resguardo. El caso fue asignado a la Fiscalía de Delitos Patrimoniales. La noticia apenas se filtró a la prensa local.
El diario La Región publicó una nota breve. Hayan camioneta enterrada con dinero antiguo en Barranco de Jalisco. Sin embargo, aquella línea bastó para llegar pocos días después a oídos de Rogelio, el antiguo aprendiz de Ramón, quien aún residía en León. Al ver la foto de archivo publicada en la nota, reconoció la abolladura del lado izquierdo de la defensa trasera.
Decidió presentarse ante la fiscalía. con voz temblorosa”, dijo, “Esa era la troca del maestro Ramón. Nadie más tenía una igual. Tres días después del hallazgo, el 25 de septiembre de 2008, la camioneta fue inspeccionada en una nave cerrada del Servicio Médico Forense de Guadalajara. El procedimiento lo encabezó la fiscal Leticia Muñoz con la presencia de dos peritos forenses, un criminólogo y una antropóloga física.
El interés ya no era solamente el dinero deteriorado, del cual se habían logrado recuperar más de 800 billetes parcialmente legibles, sino la misteriosa lámina soldada al fondo del chasis, una plancha metálica sin tornillos, fijada con soldadura irregular, como si alguien hubiera improvisado un escondite con urgencia o miedo.
Con herramientas especializadas y cámaras registrando cada ángulo, los técnicos comenzaron a cortar la plancha. El olor que emergió fue penetrante, ácido, inconfundible, una mezcla de óxido, encierro y descomposición añeja. Tras retirar completamente la cubierta, encontraron lo que parecía una cavidad rectangular de unos 70 cm de profundidad. En su interior, envueltos en bolsas negras de plástico deterioradas, yacían restos humanos incompletos.
Primero fueron visibles unos huesos largos, luego fragmentos de tela y más al fondo un cráneo en posición lateral con la mandíbula desplazada. La tela, deshecha por el tiempo, aún conservaba vestigios de una camisa azul. Una pequeña placa de identificación de aluminio colgando de un cordón oxidado decía R herrera H.
No había dudas para la fiscal, estaban ante los restos del mecánico desaparecido 30 años atrás. La autopsia fue complicada por el avanzado estado de descomposición y la exposición prolongada al ambiente cerrado. Sin embargo, los análisis antropológicos preliminares establecieron correspondencia en edad, complexión y estatura con Ramón Herrera Hernández.
Además, se extrajeron muestras óseas para análisis de ADN mitocondrial, el cual sería comparado con tejidos conservados de su madre. Aún disponibles en una vieja muestra tomada en el hospital civil durante su última internación en 2003. La revelación estremeció a los investigadores. Ya no se trataba de una simple desaparición ni de dinero escondido por contrabandistas.
Había un cuerpo, un nombre, un crimen cuidadosamente silenciado. El compartimento donde fue hallado el cadáver parecía haber sido diseñado para permanecer invisible durante años. En paralelo, los peritos analizaron los billetes. Más de 40 fajos conservaban fragmentos de huellas dactilares, aunque muy degradadas.
Algunos de ellos estaban impresos en papel de seguridad usado entre 1973 y 1975, lo que reforzaba la teoría de que el dinero había sido reunido durante esa década. Uno de los fajos, atado con una liga azul completamente fosilizada tenía una inscripción apenas visible en uno de los bordes. RDC 878. Esa sigla reactivó una sospecha antigua.
Durante las investigaciones iniciales de los años 70, hubo rumores nunca confirmados de que Ramón estaba vinculado a un grupo de lavado de dinero mediante talleres mecánicos en la región de los Altos. Uno de los nombres que figuraban en aquellas denuncias anónimas era el del entonces comandante Rodolfo del Sid, jefe de la dirección de tránsito en Lagos de Moreno en 1978.
Aunque nunca fue investigado formalmente, su nombre aparecía en un par de denuncias ciudadanas que hablaban de sobornos, desapariciones encubiertas y favores a narcotraficantes locales. Muñoz solicitó de inmediato acceso al archivo histórico de la Dirección de Seguridad Pública del Estado.
El expediente de Dels estaba incompleto, parcialmente quemado durante una inundación en 1994. Aún así, un documento clave sobrevivía, una hoja mecanografiada con una lista de vehículos decomizados entre julio y septiembre de 1978. Entre ellos figuraba una Chevrolet C10 sin placas, sin conductor identificado, retenida durante 4 días y liberada sin expediente ni firma responsable.
Ese dato cambió el rumbo de la investigación. El vehículo no solo había sido localizado en 1978, también había estado en manos de las autoridades, aunque fugazmente. ¿Quién ordenó liberarlo? ¿Por qué no se vinculó entonces con la desaparición de Ramón? ¿Por qué nadie informó de ese hallazgo? El equipo de la fiscal Muñoz decidió reconstruir el movimiento del vehículo durante ese mes.
La camioneta, según las pistas emergentes, no desapareció por completo. Fue retenida, manipulada y luego ocultada deliberadamente. Un encubrimiento sistemático parecía haberse puesto en marcha. La pregunta era, ¿quién y por qué? El 27 de septiembre, la fiscal Leticia Muñoz convocó a una rueda de prensa discreta sin cámaras ni titulares llamativos.
El caso era demasiado antiguo, demasiado delicado. A esas alturas ya no se trataba únicamente de esclarecer una desaparición. Lo que estaba saliendo a la luz era una estructura de complicidad institucional que en su momento permitió no solo que Ramón Herrera desapareciera sin dejar rastro, sino que su cadáver fuera deliberadamente ocultado dentro de un vehículo que a su vez fue retenido y liberado por la policía local sin justificación alguna. La hipótesis de trabajo comenzó a tomar forma.
Ramón no había sido víctima de un crimen pasional ni de una confusión. había sido eliminado por haber sabido demasiado. Algunos documentos recuperados del archivo judicial apuntaban a que su taller, aunque modesto, estaba siendo utilizado por terceros para modificar vehículos que luego cruzaban a Zacatecas y Aguascalientes, cargados con dinero ilícito.
Ramón, probablemente sin saberlo al principio, fue cómplice técnico. Pero algo cambió en agosto de 1978. Una carta escrita por su propia madre guardada en una libreta parroquial mencionaba que el muchacho andaba nervioso como si algo feo le pesara en la conciencia.
Los investigadores no tardaron en confirmar que Rodolfo del Sid, el excomandante vinculado al vehículo, había muerto en 2001 en un accidente automovilístico camino a San Luis Potosí. Aunque nunca fue formalmente acusado ni siquiera investigado, varias fuentes lo señalaban como intermediario entre elementos de seguridad corruptos y grupos delictivos emergentes durante la segunda mitad de los años 70.
Con él muchas respuestas se habían perdido. Sin embargo, el testimonio de Rogelio, el exaprendiz, proporcionó un nuevo hilo. Aseguró que semanas antes de su desaparición, Ramón le había confesado que estaba pensando en cerrar el taller. Me dijo que no le gustaba la gente que venía, que olían a muerte y que querían silencio.
A partir de esa frase, los fiscales comenzaron a estudiar el entorno inmediato de Ramón. El nombre que surgió fue el de Rubén Arteaga, alias el tapatío, un intermediario conocido en la zona por mover efectivos sin rastros. Arteaga había sido detenido en 1984 por evasión fiscal, pero fue liberado por falta de pruebas.
murió en 1992 por causas naturales. Aunque Arteaga y Dels Sid ya no podían ser interrogados, el cruce de sus nombres en los registros era constante. Ambos frecuentaban los mismos bares, compartían ciertos inmuebles bajo testaferros y tenían vínculos con otros casos no resueltos de la época. El patrón se repetía.
Desapariciones, vehículos manipulados, policías que callaban. fiscales que archivaban. Durante la inspección final de la camioneta se encontró un detalle revelador. Bajo el tapizado desecho del panel derecho de la puerta había una pequeña cruz de metal oxidado atada con alambre envuelta en un retazo de tela con las iniciales eh bordadas a mano. Doña Ernestina Herrera era casi con certeza un amuleto colocado por ella.
Quizás en algún momento en que ayudó a su hijo en el taller. Esa reliquia fue entregada a Rogelio, quien lloró en silencio al recibirla. Eso lo colgó su madre. Siempre le decía que no saliera sin ella. El caso, aunque en apariencia resuelto, dejaba más preguntas que certezas.
El móvil apuntaba a una ejecución silenciosa para proteger una red de lavado de dinero en la que Ramón, al parecer dejó de querer colaborar. Su muerte entonces fue una advertencia, el entierro de la camioneta, un símbolo de poder y silencio. La fiscalía emitió un comunicado oficial cerrando el caso con base en los hallazgos forenses, reconociendo a Ramón Herrera como víctima de homicidio doloso y solicitando a la Comisión Estatal de Memoria Histórica la colocación de una placa en lo que fue su taller, hoy convertido en una sucursal bancaria. La petición fue aprobada. En la pequeña
ceremonia de colocación, nadie de la familia sobrevivía ya. Solo Rogelio, de traje arrugado, permaneció en silencio frente al muro recién pintado. Allí se leía en letras de bronce. Aquí trabajó Ramón Herrera Hernández, desaparecido en 1978, hallado 30 años después. El silencio no lo borró. A partir del hallazgo de los restos de Ramón Herrera y de la camioneta C10 enterrada, la Fiscalía de Jalisco activó una investigación paralela a la reapertura del caso original, enfocada no en esclarecer una desaparición, sino
en desentrañar la posible existencia de una red estructurada de complicidades entre autoridades, cuerpos policiales y operadores del crimen económico durante la segunda mitad de los años 70. La fiscal Leticia Muñoz conformó un equipo especial multidisciplinario que incluía criminólogos, especialistas en archivos históricos, antropólogos forenses y dos fiscales adjuntos.
El objetivo era reconstruir paso a paso qué sucedió con Ramón desde el último día que se le vio con vida hasta el momento en que su cuerpo terminó oculto en el compartimento del chasis. Uno de los primeros pasos fue regresar al expediente original, el mismo que había sido archivado en 1978 con la etiqueta de persona no localizada.
Aquella carpeta, compuesta por apenas 12 hojas mecanografiadas incluía la denuncia de su madre, un par de declaraciones vecinales contradictorias y un informe policial sin firma. Más allá de eso, todo lo demás eran omisiones. Ni se investigó el taller, ni se entrevistó al joven aprendiz, ni se rastreó el trayecto hacia Lagos de Moreno.
Para Leticia Muñoz, el hecho de que en ningún momento se hubiera emitido una orden de localización vehicular era el primer indicio grave de negligencia o de encubrimiento. Rogelio, el aprendiz, fue interrogado formalmente bajo juramento. declaró que en la semana previa a la desaparición de su maestro, dos hombres en trajes grises habían acudido al taller para exigirle algo.
Ramón, según recordó, salió con ellos al callejón trasero y regresó pálido con las manos temblorosas. Esa misma noche, Rogelio lo escuchó murmurar mientras cerraba el taller. Ya no quiero seguir en esto. Nadie en 1978 le preguntó nada. La fiscalía obtuvo permiso judicial para inspeccionar el terreno donde antes se erigía el taller. La estructura había sido demolida en los años 90, pero se conservaban los planos originales del local.
Bajo la losa de concreto, que ahora sostenía una bodega de medicamentos, se descubrieron tres compartimentos de almacenamiento subterráneo, posiblemente usados para guardar piezas o herramientas. Uno de ellos, de dimensiones inusuales, contenía restos de herramientas antiguas envueltas en trapos endurecidos, una caja de madera rota con inscripciones en tinta corrida Pro i78 y un bidón oxidado que aún contenía trazas de solvente industrial. Pero el hallazgo más perturbador no fue físico, sino documental. En el Archivo
General del Estado, un empleado de nombre Edgar Villaseñor encontró una hoja suelta dentro de una carpeta etiquetada como Talleres autorizados 19779. El papel firmado por Rodolfo del SID fechaba en agosto de 1978 y autorizaba la inspección administrativa del taller Herrera Servimotor por presunta actividad ajena a su giro registrado. Nunca se halló constancia de que esa inspección se hubiera realizado.
Sin embargo, en la misma hoja aparecía la firma de recibido de un tal R. Arteaga, identificable como Rubén Arteaga, el presunto intermediario de dinero ilícito. El equipo de la fiscalía entonces formuló una hipótesis. Ramón Herrera había sido forzado a modificar o esconder vehículos vinculados a operaciones de lavado.
Cuando intentó salirse del esquema o mostró señales de arrepentimiento, fue eliminado. Su camioneta, un vehículo común, sin placas visibles, sin modificaciones externas llamativas, fue elegida como su ataúd. Ocultarla no era solo desaparecer a Ramón, era borrar la existencia de la traición, de la desobediencia. Para sostener esta hipótesis se necesitaba más que deducciones.
Se ordenó la exhumación del cuerpo de Rodolfo del Sid, fallecido en 2001, para obtener una muestra genética que pudiera compararse con las huellas parciales halladas en algunos fajos de billetes. La orden fue autorizada por un juez de distrito. Durante la exhumación realizada en el panteón Jardines del Recuerdo, se descubrió que su tumba había sido alterada. El ataúd no coincidía con el modelo registrado y la caja interior presentaba signos de haber sido reemplazada. El cuerpo, aunque conservado, no tenía las manos.
Aquello para Muñoz ya no era solo un caso de impunidad, era una trama organizada de destrucción de pruebas. La noticia sobre la exhumación de Rodolfo del SID no se filtró a los medios, pero dentro del equipo fiscal causó un estremecimiento silencioso.
El hecho de que el cuerpo estuviera sin manos, que la caja original hubiera sido sustituida y que no existiera constancia formal de ese cambio en los registros del panteón, activó una alerta institucional. Alguien había intervenido el cadáver años después de su entierro. ¿Quién habría tenido acceso? ¿Con qué fin? Para borrar qué huella.
El acta de defunción indicaba que Del Sid murió el 17 de agosto de 2001, víctima de un accidente automovilístico mientras conducía de madrugada por la carretera a San Luis Potosí. El vehículo, según el peritaje de la época, había salido disparado en una curva estrellándose contra un árbol. No hubo testigos ni grabaciones.
El cuerpo fue trasladado directamente a una funeraria privada y enterrado al día siguiente. La funeraria consultada en 2008 había cambiado de dueños. El expediente del ingreso extraviado. Una línea más de desaparición dentro de otra. Leticia Muñoz solicitó una revisión del entorno familiar de Del Sid. Su única hija residente en Querétaro, se negó a declarar.