La mañana del jueves 14 de septiembre de 1978 en San Juan de los Lagos, Jalisco, comenzó como tantas otras.

Ramón tenía fama de ser serio, pero cumplido. No bebía, no salía, no hablaba más de la cuenta. Su mundo era su taller, su camioneta Chevrolet C10 modelo 73 y los motores que desmontaba como si desarmara relojes. Aquel jueves, sin embargo, algo en su forma de mirar era distinto. evitó la vista del panadero, caminó más rápido y encendió el motor con una torpeza que no era suya.

La desaparición fue notada esa misma noche cuando su madre, una mujer enjuta, de manos agrietadas y devoción por la Virgen de San Juan, caminó hasta el taller al ver que no regresaba. La camioneta no estaba. El portón seguía cerrado con su propio candado, pero dentro las luces permanecían encendidas. Sobre el banco de herramientas, una taza de peltre con café frío y una carta sin destinatario.

Decía en letra temblorosa y con tinta corrida. Lo único que me duele es el silencio. Durante las primeras 48 horas, la policía local asumió que se trataba de una fuga voluntaria o un ajuste de cuentas menor. No hubo denuncia formal, sino hasta el lunes siguiente.

El expediente inicial se archivó bajo la categoría de persona no localizada. Su madre, entre lágrimas juró que Ramón nunca habría dejado su taller, ni por dinero ni por miedo. Lo que nadie sabía en aquel momento era que bajo la tierra reseca de un barranco olvidado a pocos kilómetros de lagos de Moreno, yacía en silencio la clave de una historia que tardaría tres décadas en emerger.

Durante los primeros días, la desaparición de Ramón Herrera Hernández fue un murmullo constante entre los vecinos de San Juan de los Lagos. Nadie comprendía por qué un hombre tan reservado y metódico, con una vida tan predecible, podía simplemente esfumarse. Su madre, doña Ernestina, recorría las calles con un retrato enmarcado entre las manos, visitando comisarías, parroquias, expendios de gasolina.

Cada noche dejaba una vela encendida frente al taller y rezaba en voz baja, como si esas oraciones pudieran atravesar los campos, las montañas, los kilómetros de silencio. La policía local actuó sin entusiasmo. En su informe inicial anotaron que la desaparición podía estar relacionada con alguna deuda no saldada o con un conflicto sentimental.

Ningún indicio de violencia”, decía una de las primeras actas. En realidad no había indicios de nada. Su camioneta no apareció. Su cartera no fue usada. Su firma no volvió a figurar en ningún trámite. Un borrón seco, como si lo hubieran arrancado de la realidad con precisión quirúrgica.
Para diciembre de ese mismo año, la búsqueda se había reducido al esfuerzo desesperado de su madre y de Rogelio, su joven aprendiz, que pegaba carteles en los pueblos cercanos con la imagen en blanco y negro del mecánico. La camioneta, una Chevrolet C10 modelo 73 de color rojo vino, era considerada pieza clave, pero nadie la vio. Se barajaron teorías vagas, que se había fugado con dinero ajeno, que había presenciado algo indebido, que había sido confundido con alguien más.

Ninguna avanzó. En 1981, un hombre de acento norteño llamó desde un teléfono público en Aguascalientes, asegurando haber visto a Ramón en una pensión de mala fama. Cuando la policía llegó, encontraron a un alcohólico confundido, sin identificación. En 1991, un exagente de tránsito retirado declaró haber detenido en los 70 una camioneta idéntica, pero los archivos estaban incompletos y la pista se perdió.

En 1999, una denuncia anónima aseguraba que la camioneta estaba siendo utilizada con placas falsas en Tepatitlán. Se envió una patrulla. Hallaron un vehículo calcinado en una barranca, pero el número de serie había sido limado. Otra vez, nada concluyente. Con el paso de los años, el caso se volvió una sombra. Los nuevos policías ni siquiera sabían pronunciar el nombre completo del desaparecido.

El taller fue cerrado, tapeado y luego demolido para construir una farmacia de cadena. Rogelio se mudó a León y jamás volvió a hablar del asunto. Doña Ernestina murió en 2003 en su cama con una vela encendida al lado y la foto de su hijo clavada con un alfiler a la pared. Nunca supo nada. En su tumba, alguien pintó con cale.

 

Él no se fue, a él se lo tragaron. Nadie borró esa inscripción. San Juan de los Lagos creció, pero el caso de Ramón quedó atrás. como tantas otras historias de hombres que desaparecen en caminos secundarios. El archivo fue trasladado a una bodega judicial en Tepic y empolvado durante tres décadas, pero el silencio no era olvido. Bajo tierra algo esperaba.

Fue en septiembre de 2008, después de una tormenta particularmente severa en la región de Lagos de Moreno, cuando todo cambió. Las lluvias arrastraron una porción de tierra reseca en un camino rural sin nombre, abriendo una zanja de varios metros. En el fondo, oxidado y cubierto de raíces, apareció un fragmento metálico con líneas curvas reconocibles.

Un campesino que buscaba leña lo vio brillar entre el barro y avisó a la policía. Era el extremo trasero de una camioneta antigua, semienterrada, con la pintura borrada por los años. Nadie lo sabía aún, pero el tiempo había comenzado a desenterrar la verdad. El lunes 22 de septiembre de 2008, en una vereda polvorienta que cruzaba entre los límites de Ejido El Platanar y los campos resecos de la estrella, Tomás Lerma, campesino de 63 años, caminaba con su machete al hombro buscando ramas secas para leña. Tras las lluvias de la semana anterior, varios caminos de la
zona habían quedado bloqueados por el lodo y los derrumbes. Fue entonces cuando al acercarse a un barranco erosionado por la tormenta, notó un brillo metálico entre las raíces expuestas y el barro húmedo. Al principio pensó que se trataba de una llanta vieja o el costado de un remolque oxidado, pero al despejar con el machete la maleza que lo cubría, reveló lo que parecía ser la esquina superior de una camioneta con la pintura completamente borrada por el óxido y el cofre hundido bajo una roca partida.

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