La expulsaron a los 14 años por quedarse embarazada; regresó años después y dejó a todos sin palabras.

Con tan solo catorce años, Emily estaba sentada en el porche de la casa de su familia en un suburbio de Ohio, con una bolsa de lona a sus pies y su teléfono con solo un 12% de batería. El viento traía el aguijón de principios de noviembre, pero no era el frío lo que la hacía tiritar, sino el silencio tras la puerta cerrada.

Dos horas antes, su madre estaba en la cocina, pálida y rígida, sosteniendo la prueba de embarazo que Emily había tirado, envuelta dos veces en papel de seda.

—Me mentiste —dijo su madre con una voz monótona y desconocida—. Todo este tiempo. ¿Cuánto tiempo llevas embarazada?

Emily no pudo responder de inmediato. Aún lo estaba procesando. Ni siquiera se lo había dicho a Carter, el chico con el que llevaba cuatro meses saliendo en secreto.

“Ocho semanas”, susurró.

Su madre la miró fijamente y luego se giró hacia su padrastro, Bill, que ya había entrado a medias. Al principio, no dijo nada, solo se cruzó de brazos.

—No te lo quedarás —dijo finalmente su madre.

Emily levantó la vista, sorprendida. “¿Qué?”

 

 

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