En un bullicioso paisaje urbano, donde los pasos apresurados de los habitantes urbanos resonaban contra el concreto, una anciana estaba parada en la parada de autobús, agarrando un bolso desgastado y apoyándose en su bastón para sostenerse. El autobús llegó y sus puertas se abrieron con un suspiro mecánico.
Mientras la anciana avanzaba arrastrando los pies hacia la entrada, un mar de rostros indiferentes llenó el autobús, absortos en sus propios mundos y aparentemente ajenos a las luchas del mundo que los rodeaba. Los pasajeros, perdidos en el ritmo de su vida cotidiana, permanecieron sentados, sin prestar atención a la frágil figura que buscaba pasar al abarrotado vehículo.
Sin dejarse intimidar por la falta de ayuda, la decidida abuela persistió. Extendió un pie vacilante hasta el primer escalón, pero los pasajeros impasibles continuaron ocupando los asientos más cercanos a la entrada, poco dispuestos a ceder ante las necesidades de los ancianos.
Justo cuando parecía que su viaje podría verse detenido por la insensibilidad de los viajeros, un cambio repentino recorrió el aire. El conductor del autobús, un alma compasiva y con un sentido de responsabilidad que trascendía la rutina de su recorrido diario, tomó una decisión que alteraría el curso de los acontecimientos.
Con expresión decidida, el conductor del autobús anunció: “Amigos, agradezco su paciencia, pero necesito que todos salgan por un momento”. Murmullos de desconcierto llenaron el aire mientras los pasajeros obedecieron de mala gana, abandonaron el autobús y formaron una multitud curiosa en la acera.
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