Sus ojos brillaban con una comprensión que no había visto en mucho tiempo. Quizás ella también había pasado por sus propias tormentas. Quizás vio algo en mí que a nadie más le importaba ver.
Por un instante, el mundo dejó de girar bruscamente. Se me llenaron los ojos de lágrimas, no por el dinero, sino por la bondad que lo acompañaba. Ese momento atravesó meses de vergüenza, soledad y dolor silencioso. Me recordó que no todos me juzgaban. Algunos me miraban con amor.
Ese encuentro duró menos de un minuto, pero lo cambió todo. Me guardé el billete en el bolsillo, no como dinero en efectivo, sino como una promesa a mí mismo: creer que merecía la bondad y darla generosamente a los demás.
Desde ese día, me propuse fijarme en la gente como ella me fijaba en mí. La cajera cansada que contiene las lágrimas, el joven que lucha con la compra, la madre soltera en el parque intentando no perder la compostura: los veo. Y a veces, cuando siento que es el momento adecuado, les ofrezco una sonrisa, una mano amiga o unas palabras de aliento.
Años después, sigo pensando en esa mujer cada vez que la vida me pesa. Nunca supe su nombre, pero su voz sigue viva en mi memoria: «Lo estás haciendo genial».
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