Quedé embarazada muy joven y mi vida cambió más rápido de lo que imaginaba. De la noche a la mañana, pasé de ser una adolescente despreocupada a alguien de quien todos hablaban. Cada vez que salía, sentía las miradas de desconocidos siguiéndome: frías, prejuiciosas y llenas de lástima. Ya no me veían como persona. Vieron un error.
Intenté mantener la cabeza alta, concentrarme en la pequeña vida que crecía dentro de mí en lugar de en las voces que me hacían dudar de mí misma. Pero algunos días, el peso de sus miradas era demasiado. Lloraba en silencio por las noches, preguntándome si tal vez tenían razón, si realmente era menos que los demás. Aun así, cada mañana me levantaba. Iba a mis citas. Ahorraba lo poco que podía. Estaba decidida a darle a mi bebé la oportunidad de algo mejor.
Entonces, una tarde, todo cambió. Estaba sentado solo en una parada de autobús, agarrando mi bolso desgastado y contemplando mi reflejo en el cristal. Una mujer mayor se sentó a mi lado. Me miró un momento —me miró de verdad— y luego sonrió. Sin decir mucho, me puso un billete de 20 dólares doblado en la palma de la mano.
—Cariño —dijo suavemente, con voz cálida y temblorosa—, lo estás haciendo genial. No dejes que nadie te haga sentir menos de lo que eres.
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