Cuando él me llevó a conocerlos, sentí de inmediato su rechazo. Me escaneó de arriba a abajo y le preguntó a Miguel. ¿Estás seguro? No me lo preguntó a mí, sino a él, como si yo fuera un objeto que él estaba considerando comprar. Pero Miguel me amaba entonces. O al menos eso creía yo. No escuchó ni a su hermana ni a sus padres. Nos casamos a pesar de su oposición. Los primeros años fueron felices.
Tuvimos una hija, Carmen, y yo pensé que eso suavizaría la actitud de su familia hacia mí. Pero no fue así. A Carmen la adoraban, la aceptaron sin reservas, pero a mí seguían viéndome como una intrusa. Con el tiempo aprendí a vivir con eso. Aprendí a sonreír cuando Lucía lanzaba sus comentarios venenosos. Aprendí a ignorar la frialdad de mi suegra.
Aprendí a valorar los pocos gestos de cercanía de mi suegro, que parecía tratarme con algo más de humanidad que los demás. Aprendí a no notar como Miguel se iba alejando poco a poco, como cada vez llegaba más tarde del trabajo, como nuestras conversaciones se reducían a lo básico, como sus abrazos se volvían cada vez más fríos.
Carmen creció, entró a la universidad en el extranjero. Los últimos dos años vivía en Inglaterra y solo venía en vacaciones. Desde que se fue, la casa se sentía más vacía, más ajena. Ya llegamos”, dijo el taxista sacándome de mis pensamientos. Mi suegro pagó y bajamos frente a nuestra casa una gran mansión en la moraleja, una casa que nunca sentí como mía, a pesar de haber vivido en ella casi 20 años.
¿Quieres que entre contigo? Me ofreció. No deberías quedarte sola esta noche. Lo miré sorprendida. En todos estos años era la primera vez que tenía un gesto así conmigo. Gracias, pero estoy bien. Usted también necesita descansar. Asintió. Como quieras. Llámame si necesitas algo. Entré a la casa vacía y enseguida sentí el peso del silencio.
Normalmente no me molestaba, pero esa noche cada crujido, cada sonido me sobresaltaba. Encendí todas las luces como si eso pudiera protegerme de los pensamientos oscuros que me asfixiaban. Y si Lucía moría y si yo era la causa de su muerte. Aunque nunca fue mi amiga, aunque hizo todo lo posible por amargarme la vida, jamás le deseé la muerte.
¿Y qué pasaría cuando Miguel regresara? ¿Qué le diría? Perdona, amor. Vi cómo echabas algo en mi copa y decidí cambiársela a tu hermana. No, por supuesto que no. Fui a la cocina y me serví un vaso de agua. Me temblaban tanto las manos que el vaso golpeaba la encimera. Nunca en mi vida me había sentido tan perdida y asustada.
El teléfono sonó de pronto, haciéndome dar un salto. Derramé el agua. En la pantalla aparecía el nombre de Miguel. Respiré hondo tratando de calmarme y contesté, “Sí, Elena.” La voz de Miguel sonaba extraña, apagada. Lucía está en cuidados intensivos. Los médicos dicen que fue envenenamiento. Le hicieron un lavado, pero sigue inconsciente.
“Dios mío”, murmuré sin saber qué más decir. “¿Cómo pudo pasar eso?” No lo sé”, respondió tras una pausa. “Tal vez fue el vino o algo en la comida.” “Mamá está histérica. Me quedaré aquí esta noche.” ¿Y tú estás bien? Estoy en Socual que tú, contesté, esforzándome por sonar tranquila. Avísame si hay novedes. Vale, claro. Dijo luego, tras un silencio, Elena, tú no bebiste nada de tu copa, ¿verdad? El corazón me dio un vuelco. No, apenas la probé.
¿Por qué? Nada, solo preguntaba. Los médicos dijeron que todos los que estábamos en la mesa debemos estar atentos por si sentimos algo raro. Estoy bien, mentí. Porque no estaba bien. Estaba aterrada, confundida y en Deu te llamo si hay noticias. Colgó la llamada y me quedé de pie en la cocina apretando el teléfono en la mano. Había algo en su voz.
Estaba asustado, eso era evidente, pero había algo más, un alivio sutil cuando escuchó que no había bebido de mi copa. Subí a nuestra habitación y me senté en la cama. Tenía la mente hecha un lío, el corazón latiéndome como loco. Sabía que tenía que hacer algo, pero no tenía ni idea de qué. llamar a la policía y decir que que mi marido intentó envenenarme, pero que al cambiar las copas terminó envenenando a su hermana.
De pronto recordé una conversación que escuché por casualidad hace unos meses. Miguel y Lucía no sabían que había llegado antes de lo habitual. Subía por las escaleras cuando oí sus voces en el despacho. “Tienes que resolver esto, Miguel”, decía Lucía. ¿Cuánto más vas a esperar? La situación no hace más que empeorar. Lo sé”, respondía él sonando cansado y molesto.
“Pero no es tan fácil como crees. No hay una salida sencilla y lo sabes, pero cuanto más lo postergas, más difícil será luego.” Lucía, no puedo simplemente no terminó la frase. Hay que encontrar una forma que no despierte sospechas. El tiempo se acaba, hermano. Si tú no te decides, lo haré yo.
En ese momento no le di mucha importancia. Supuse que hablaban de negocios, pero ahora esas palabras retumbaban en mi cabeza con otro sentido. Hay que encontrar una forma que no despierte sospechas. ¿Y si hablaban de mí? ¿Y si Miguel y Lucía planeaban deshacerse de mí? El timbre me sobresaltó. Miré el reloj pasada la medianoche.
¿Quién podía ser a estas horas? Miguel dijo que se quedaría en el hospital. Mi suegra también estaba allí. Mi suegro, pero ¿por qué no llamaría antes? Bajé y me acerqué a la puerta. Miré por la mirilla. Un policía joven, serio, con uniforme. Se me cortó la respiración. Ya lo sabían. ¿Ya sabían lo que había pasado en el restaurante? Con las manos temblorosas abrí la puerta.
Elena Ferrer preguntó. Soy el oficial Rodríguez. ¿Puedo pasar? Necesitamos hablar. Asentí en silencio y le dejé entrar. Solo una idea me martilleaba en la cabeza. Lo saben, ya lo saben todo. Siéntese, por favor, le ofrecí señalando el salón. ¿Qué ha pasado? El oficial Rodríguez se mantuvo de pie. Recibimos un aviso del hospital.