El corazón me latía tan fuerte que juraba que todos en la mesa podían oírlo. Miguel me lanzó una mirada extraña y por un segundo creí que había notado lo que hice, pero no dijo nada. Cortó un pedazo de carne y siguió conversando con su padre. Lucía, al terminar su relato alzó su copa.
“Popongo un brindis por la pareja feliz”, dijo con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos. “Por Miguel y Elena, 20 años juntos, todo un logro. Por ustedes”, repitieron mis suegros al unísono. Observé como Lucía acercaba la copa a sus labios. mi copa y dio un gran trago. Luego me sonrió desde el otro lado de la mesa con una mirada tan triunfal que por un instante dudé de lo que había hecho.
Y si me equivoqué, y si solo lo imaginé y Miguel no le puso nada a mi bebida. La siguiente media hora se hizo eterna. Apenas toqué el vino de Lucía y solo fingía beber. La conversación en la mesa fluía con calma. hablaban de novedades familiares, del trabajo, de planes a futuro. Miguel comentaba sobre la posible expansión de su negocio y Lucía intervenía de vez en cuando, como siempre, queriendo demostrar cuánto sabía de los asuntos de su hermano.
De pronto, se quedó en silencio a mitad de una frase. Su mano, que sostenía el tenedor, tembló y quedó suspendida en el aire. Un espasmo extraño le cruzó el rostro y sus ojos se agrandaron. No sabía si de sorpresa o de miedo. “Lucía, ¿estás bien?”, preguntó Miguel notando primero el cambio en su hermana. Lucía intentó responder, pero solo salió un sonido ronco de su garganta.
Se llevó la mano al pecho y su cara se cubrió de manchas rojas. El tenedor cayó ruidosamente sobre el plato. “Me me siento mal”, logró decir al fin y en ese instante sus ojos se pusieron en blanco y comenzó a deslizarse fuera de la silla. Todo pasó tan rápido que no alcancé ni a entender qué sentía.
Soc, miedo, terror al darme cuenta de que si había algo en esa copa y ahora ese regalo era para Lucía. Miguel corrió hacia su hermana y sostuvo su cuerpo desmayado. Mi suegra gritó atrayendo la atención de todo el restaurante. Una ambulancia. Llamen a una ambulancia. Ya ordenaba Miguel con la voz temblando de pánico. Yo seguía sentada, incapaz de moverme.
Veía como los camareros corrían de un lado a otro, como el encargado del restaurante llamaba a emergencias, como mi suegra lloraba sobre el cuerpo inmóvil de su hija. Y durante todo ese caos, solo un pensamiento golpeaba en mi cabeza. ¿Qué he hecho? Pero incluso a través del miedo, otra idea más fría y nítida se abría paso, lo que Miguel había intentado hacerme. Cuando llegó la ambulancia, Lucía seguía inconsciente. Los paramédicos la subieron rápidamente a la camilla.
Hicieron algunas preguntas sobre lo que había comido o bebido. Miguel, pálido como una sábana, respondía con torpeza, sin mirarme ni una vez. Yo iré con ella”, dijo mi suegra agarrando su bolso. Y yo añadió de inmediato Miguel. Me puse de pie. Yo también voy. Miguel me miró como si recién notara que estaba allí. En sus ojos vi algo extraño.
Miedo, rabia, desprecio. No supe identificarlo. No, dijo cortante. Quédate con papá. Te avisaremos en cuanto sepamos algo. Quise protestar, pero mi suegro me puso una mano en el hombro. Déjalos ir. Solo estorbaríamos a los médicos. Observé como se alejaban.
Miguel, sosteniendo a su madre entre soyosos, los paramédicos empujando la camilla con Lucía. Las puertas del restaurante se cerraron tras ellos. Mi suegro y yo nos quedamos solos en la mesa, rodeados de platos a medio comer y copas de vino aún llenas. Antonio suspiró y me miró largo rato pensativo. “Qué situación tan extraña, ¿no le parece?”, murmuró. No sabía a qué se refería.
¿Sabía algo? ¿Sos de mí? ¿O quizás sospechaba de su propio hijo? Sí, muy extraña. Dije sin saber qué más contestar. Antonio asintió como si hubiera confirmado alguna idea en su mente y le hizo una seña al camarero. La cuenta, por favor. Y que nos pidan un taxi. En el camino a casa no dijimos nada.
Yo miraba por la ventana las luces de la ciudad pasando velozmente, pensando en todo lo que había pasado. ¿Qué había en ese sobre? veneno, alguna droga. Y lo más importante, ¿por qué? ¿Por qué Miguel querría envenenarme en nuestro aniversario frente a toda la familia? Volví a repasar nuestros años juntos. ¿Cuándo empezó a romperse todo? ¿En qué momento apareció esa grieta entre nosotros que terminó convirtiéndose en un abismo? Nos conocimos cuando yo tenía 22 y el 27.
un joven empresario exitoso de familia acomodada. Yo, una chica sencilla del interior que llegó a Madrid a estudiar. Nuestro romance fue rápido y a los 6 meses me propuso matrimonio. Su familia se opuso desde el principio, sobre todo Lucía. Ella es dos años mayor que Miguel y siempre sintió que debía guiar a su hermano.