Estábamos celebrando nuestro aniversario de bodas con la familia en un restaurante elegante. Cuando fui al baño, vi como mi esposo tomaba mi copa y le echaba algo. Al volver decidí cambiarla discretamente por la de su hermana, que siempre me había despreciado y humillado. Pero 30 minutos después, recuerdo esa noche con todo detalle.
El reflejo de las luces del restaurante en la mesa pulida, el tintinear de las copas, las conversaciones suaves en las mesas vecinas. 20 años de matrimonio. 20 largos años junto a un hombre que, creía yo, conocía mejor que a mí misma. Miguel sonreía alzando su copa, pero sus ojos seguían fríos, como dos pedazos de hielo.
Cada año celebrábamos nuestro aniversario, pero esta vez todo era distinto. No por fuera todo parecía perfecto. Un restaurante elegante en el centro de Madrid, manteles blancos, platos exquisitos. Toda la familia de mi esposo sentada en la misma mesa. Su madre, Isabel, con su eterna expresión de desaprobación.
su padre Antonio, callado y en sí mismado, y por supuesto su hermana Lucía, su adorada única hermana, que me miraba con un desprecio apenas disimulado. Durante 20 años me dejó claro que no era suficiente para su hermano, que una cualquiera como yo no pertenecía a su refinada familia de Abolengo. Me disculpé y me levanté de la mesa. Necesitaba unos minutos a solas para aclarar mi mente.
En el baño de mujeres pasé casi 10 minutos mirando mi reflejo en el espejo, pequeñas arrugas alrededor de los ojos, algunos hilos plateados entre lo que fue una melena rojo fuego. A mis 42 aún me veía bien, pero el tiempo no perdona. Tal vez ese era el problema. Miguel habría empezado a mirar a chicas más jóvenes. Esa idea me venía rondando desde hacía meses cuando comencé a notar cosas extrañas en su comportamiento.
De regreso a la mesa me detuve junto a una columna. Algo llamó mi atención. Miguel, creyendo que nadie lo veía, tomó mi copa de vino y vertió algo en ella desde un pequeño sobre que escondía en la mano. El gesto fue tan rápido que casi no lo noté. El corazón se me subió a la garganta. No podía creer lo que estaba viendo.
Mi esposo, el hombre con quien compartí 20 años de vida, acababa de echar algo en mi copa. Me apoyé en la columna tratando de calmar el temblor en las piernas. ¿Qué era eso? Un somnífero. Veneno. Pensamientos absurdos me cruzaban la mente a toda velocidad. ¿Por qué haría eso? ¿Qué estaba pasando? Me quedé allí paralizada por el soc, viendo como Miguel susurraba algo al oído de Lucía.
Siempre habían sido muy unidos, siempre contra el mundo, incluyéndome a mí. La decisión vino de golpe, como si alguien me la hubiera susurrado. Volvería a la mesa, sonreiría, fingiría que no había visto nada y luego, cuando nadie lo notara, cambiaría las copas. La mía por la de Lucía, que beba ella lo que su linda familia me tenía preparado. No iba a convertirme en su víctima.
Fuera lo que fuera que tramaban. Al tomar esa decisión, sentí una calma extraña. Sonreí al reflejo en la superficie brillante de la columna y regresé a la mesa con una expresión despreocupada en el rostro. Después de 20 años había aprendido a actuar bien. Era necesario. En la familia de mi esposo siempre se valoró la compostura y el saber guardar las apariencias.
Cuántas veces había tragado comentarios y dientes de Lucía, fingiendo que no escuchaba sus puullas. Cuántas veces hice como si no viera las miradas condescendientes de mi suegra, que aún después de dos décadas seguía creyendo que el matrimonio de su hijo había sido un error.
Miguel me recibió con una sonrisa, pero noté la atención en sus hombros. ¿Todo bien, cariño?, preguntó, ayudándome a sentarme. Asentí y sonreí, tratando de que la sonrisa llegara a mis ojos. Claro, solo estoy un poco cansada. Lucía no tardó en aprovechar la ocasión. Elena, ¿te ves algo desmejorada? ¿No creen que ya es hora de que tú y Miguel se vayan a casa? Aniversario o no, si uno está agotado.
No terminó la frase, sus labios finos se curvaron en algo parecido a una sonrisa compasiva. “Gracias por tu preocupación, Lucía, pero me siento perfectamente”, respondí con tono neutro. Aunque tú deberías probar este vino maravilloso. Va perfecto con tu vestido. Señalé su vestido color vinotinto y tomé mi copa, fingiendo que iba a dar un sorbo.
Lucía, siempre débil ante los halagos sobre su impecable estilo, sonrió satisfecha y se inclinó hacia su copa. Solo me quedaba esperar el momento adecuado. El camarero trajo el plato principal y todos se distrajeron con la comida. Dejé mi copa fingiendo buscar algo en el bolso. Luego, mientras Lucía hablaba entusiasmada con mi suegra sobre su último viaje por Europa, cambié nuestras copas con un movimiento rápido.