El dinero no es mucho, pero quiero que mis hijos vivan en rectitud y armonía. No me entristezcas en el más allá.

El segundo añadió:

“Exacto, no valen ni un céntimo”. Quien las quiera, que se las lleve. No voy a cargar basura.

Sus palabras me dolieron profundamente. ¿Se habían olvidado de aquellas noches de invierno en las que toda la familia dormía junta y mamá nos cubría a cada uno con esas mantas mientras temblaba en su viejo abrigo remendado?

Apreté los labios y dije:

“Si no las quieren, me las llevo yo”. El mayor hizo un gesto con la mano:

“Lo que quieras, basura al fin y al cabo.”

El secreto entre las mantas

Al día siguiente, llevé las tres mantas a mi pequeño apartamento. Pensaba lavarlas y guardarlas como recuerdo. Al sacudir una con fuerza, oí un seco “¡clac!”, como si algo duro hubiera caído al suelo. Me agaché, con el corazón latiéndome con fuerza. Dentro del forro roto había una pequeña bolsa de tela marrón, cosida a mano.

Con manos temblorosas, la abrí: dentro había varias cuentas de ahorro antiguas y unas cuantas onzas de oro, cuidadosamente envueltas. La suma total superaba los cien mil dólares. Me quedé sin aliento.
Mamá, que había vivido toda su vida en la austeridad, sin lujos, había ahorrado discretamente cada centavo, escondiendo su fortuna en esas mantas viejas.

Lloré desconsoladamente. Todas las imágenes del pasado me inundaron: los días en que vendía verduras en el mercado para ganar unas monedas, las veces que rebuscaba en su bolso para darme el dinero de la escuela. Siempre pensé que no tenía nada… pero en realidad, lo había ahorrado todo para nosotros.

Cuando revisé las otras dos mantas, encontré dos bolsas más. En total, casi trescientos mil dólares.

 

 

 

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