—Te vi en los periódicos la semana pasada —siguió Esteban—. Lo del fideicomiso falso. Dicen que tu firma está en todo, pero ya no figuras como beneficiario de nada.
Ernesto apretó los dientes. La vergüenza le ardió por dentro.
—Brenda… me jugó.
Esteban lo miró unos segundos y se sentó a su lado.
—No voy a decirte “te lo mereces”, pero tú mismo fuiste poniendo cada piedra de esta caída.
—¿Vienes a humillarme o a ayudarme?
—A decirte la verdad —respondió—. Y a advertirte: hay una investigación abierta de Hacienda, el SAT y un juzgado en Puebla. Si no te presentas pronto, vas a terminar en la cárcel; esta banca es cómoda en comparación.
Ernesto tragó, con un nudo en la garganta. Había cruzado todas las líneas creyendo que nunca lo alcanzarían. Pero el pasado siempre cobra, y el suyo estaba lleno de ceros.
—No tengo a dónde ir —susurró por primera vez, con los ojos vidriosos.
—Yo tampoco puedo ayudarte, salvo con café —dijo Esteban, poniéndose de pie—. Pero te diré algo: si te queda un poco de decencia, búscala, porque la justicia viene… y no viene sola.
Le apretó en la mano un papel arrugado: el nombre y dirección de un defensor de oficio. Nada más. Y se fue.
Ernesto volvió a quedarse solo, pero esta vez con un peso nuevo: no era hambre ni frío, era conciencia, y eso dolía más. En Tlaquepaque, al otro lado de la ciudad, Camila caminaba con la cabeza gacha por el pasillo de su nueva secundaria. Desde el primer día, varios compañeros la señalaron por la ropa reciclada, los tenis viejos, la mochila remendada.
—¿Vienes del basurero o qué? —le soltó uno al pasar.
Camila no respondió. Apretó el cuaderno contra el pecho y aceleró. Sabía que no podía pelear con palabras: su única arma sería la constancia. Ese día, en clase de Español, la maestra pidió a alguien que leyera un fragmento. Nadie levantó la mano. Camila sí. Leyó sin errores, con entonación y firmeza. Al final, la maestra la miró sorprendida:
—Muy bien, Camila. Así se hace.
Sus compañeros no dijeron nada, pero el que la había burlado murmuró:
—Ni parece pobre…
Camila escuchó, pero esta vez no agachó la cabeza.
Al volver a casa, encontró a Damián en el patio partiéndo leña. Luisito lijaba a su lado.
—¿Cómo te fue? —preguntó Damián, sin dejar de trabajar.
—Bien —respondió Camila—. Me fue bien.
Magdalena salió con una cubeta de ropa mojada. Le dolía la espalda, pero al ver el gesto de su hija, sonrió.
—¿Hoy no lloraste?
—No.
—Y yo tampoco me escondí.
Magdalena se acercó y le besó la frente. Ese gesto pequeño valió más que cualquier diploma.
Esa noche, mientras los niños dormían, Magdalena se sentó a revisar de nuevo los papeles. Estaba decidida a enfrentarlo todo. Ya no podía huir. Pero sabía que, para hacerlo, debía llegar al fondo de lo que Ernesto había escondido por años. Desde la sala, Damián preguntó:
—¿Recuerdas si Ernesto alguna vez te pidió firmar algo raro? Algo sin explicación.
Dejó el mazo sobre la mesa y la miró serio. Tardó unos segundos.
—Sí. Una vez me pidió firmar como testigo un contrato de consultoría —dijo—. Me dijo que era para evitar auditorías.
—¿Lo leíste?
—No. Confié en él. Y tú estabas embarazada de Tomás. No quise darte más tensiones.
Magdalena cerró los ojos con fuerza. Las piezas empezaban a encajar. Todo aquello que vivió como “seguridad” durante el matrimonio era, en realidad, una telaraña de mentiras construida alrededor de su nombre.
—Hay que hablar con Rubén —dijo—. Mañana. No podemos esperar más.
Damián asintió, pero antes de volver al taller, preguntó en voz baja:
—¿Estás lista para descubrir lo que Ernesto hizo en realidad?
Magdalena no respondió con palabras:
—Ya no tengo miedo.
Al día siguiente, en el despacho, los esperaba una noticia que no veían venir. Rubén había recibido una notificación urgente: una orden judicial que ya no involucraba solo a Magdalena. Ahora citaban a Damián. Los ojos de Rubén seguían el expediente; no hablaba, pero sus manos se movían sin parar. Magdalena lo miraba con tensión y cansancio. Damián, de pie en la ventana, no podía estarse quieto.
—¿Seguro que no firmaste nada más, Damián? —preguntó Rubén sin levantar la vista.
—Seguro. Solo aquel contrato. Años atrás. Me pidió firmar como testigo para una consultoría. Dijo que era para cubrir un tema fiscal.
—¿Lo leíste?
—No. Era mi amigo. Yo no sabía de leyes.
Rubén suspiró, cerró la carpeta y la posó con cuidado, como si pesara más de lo que parecía.
—Ese documento se usó para justificar la creación de una empresa fantasma en Puebla. Esa empresa recibió fondos de otra vinculada a operaciones ilícitas. Y lo más delicado: tú apareces como garante técnico del proyecto.
A Damián se le hundió el estómago. Magdalena se llevó la mano a la boca.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Que si no aclaramos en qué condiciones firmaste, Damián podría quedar implicado como cómplice. No solo testigo: parte del fraude.
El silencio se hizo pesado. Damián se sentó frente al abogado. Por primera vez en mucho tiempo bajó la cabeza.
—Yo no quería problemas. Solo ayudé a un amigo… y cuidé a una familia que se me iba de las manos.
Magdalena puso su mano sobre la de él.
—No estás solo —le dijo—. Vamos a salir de esta juntos.
Rubén asintió:
—Entonces hay que prepararse. El juzgado de Puebla pidió su comparecencia. Tendrán que viajar en una semana.
—¿Y los niños? —preguntó Magdalena.
—¿Pueden quedarse conmigo? —respondió Camila desde la puerta. Estaba seria, madura. Ya no era la niña asustada de semanas atrás.
Rubén les entregó una hoja con instrucciones legales. Antes de despedirse, miró a Damián con intensidad:
—Lo más importante es decir toda la verdad, aunque duela.
El regreso a casa fue en silencio. Magdalena miraba por la ventana del autobús; Damián apretaba las manos sobre las piernas. Camila iba atrás con audífonos puestos, sin música: solo necesitaba espacio. Al llegar, los niños salieron a recibirlos. Luisito corrió a abrazar al padrastro que había aprendido a admirar. Tomás preguntó si les habían dado dulces. Nadie entendía que se acercaba un capítulo nuevo y oscuro.
Esa noche, Damián se encerró en el taller, encendió la lámpara y sacó una caja del fondo del estante. Dentro había papeles viejos, notas, recibos y, entre ellos, una copia del contrato que firmó para Ernesto. Lo leyó de principio a fin por primera vez. Su nombre estaba ahí, en tinta azul, firme. Lo que más lo sacudió fue un anexo—una hoja que nunca había visto—donde aparecía una cláusula que lo vinculaba como corresponsable de la asesoría técnica en procesos de inversión. Damián cerró los ojos. No entendía términos legales, pero la palabra “responsable” pesaba como una cadena.
Magdalena entró despacio.
—¿Estás bien?
—No… pero quiero estarlo por ustedes.
Ella se sentó a su lado, tomó el papel y lo dobló con cuidado.
—Entonces empecemos por no ocultar nada más.
—Te fallé…
—Fallarme sería irte. Y sigues aquí.
Se abrazaron, no como pareja ni amantes, sino como dos sobrevivientes que entienden que el amor verdadero nace en la batalla.
Al día siguiente, mientras Damián le explicaba a Luisito cómo clavar sin astillar, Ernesto vagaba sin rumbo por el centro. Llevaba la misma ropa de dos días. Desgreñado, demacrado. En una banca, desplegó el papel que Esteban le dejó: la dirección del defensor de oficio. Tenía miedo de ir, pero no le quedaba otra. Cuando lo doblaba para guardarlo, una voz lo sacó de sus pensamientos:
—Señor Villarreal, qué sorpresa verlo por aquí.
Levantó la mirada. Era Gálvez, socio en uno de los negocios que más ganancias y sombras le trajeron.
—¿Qué quiere? —dijo Ernesto, sin ganas.
—Vengo a avisarle algo. Llámelo cortesía.
—¿Qué?
—El caso escaló. Hay embargo sobre todas sus cuentas y la fiscalía inició una auditoría interna.
—¿Quién movió eso?
Gálvez sonrió.
—Magdalena. A través de su abogado.
Ernesto palideció.
—Ella no… No tiene con qué.
—Ella no. Pero parece que alguien la respalda. Y están cavando hondo.
—¿Qué quiere decir?
—Que, si fuera usted, me presentaba antes de que lo levanten en la calle.
Ernesto se quedó inmóvil. Por primera vez sintió que no quedaban esquinas. No podía esconderse. Y no sabía que su mayor vergüenza aún estaba por llegar: muy pronto, el único refugio que hallaría sería frente a la puerta de la casa que un día destruyó.
Caminó más de una hora tras encontrarse con Gálvez. Las palabras le retumbaban. No era solo el anuncio de una investigación: era el fin del silencio que le había servido de escudo por años. La noche cayó rápido. Se detuvo frente a una casa sencilla en Santa Teresita. La reconoció: antes fue de un proveedor de confianza. Ahora era una casa de cuartos en renta. Tocó resignado. Una mujer en bata abrió con desgano.
—¿Busca renta?
—Sí, lo que tenga. No tengo referencias, pero puedo pagar una semana.
La mujer lo miró de arriba abajo. Dudó.
—Doscientos por noche, por adelantado.
Ernesto entregó los últimos billetes. Lo llevó a un cuarto con cama individual, ventilador viejo y ventana sin cortinas. Se sentó en el colchón y agachó la cabeza. Esa noche no cenó. No tenía fuerzas ni hambre. Solo pensó en el instante en que todo se fue: cuando dejó de ver a Magdalena como compañera, cuando convirtió a sus hijos en estorbo, cuando dejó que Brenda moviera su empresa como tablero.
Lo que más dolía era recordar el día exacto en que sacó a su familia de la casa. No por necesidad ni traición: por orgullo, porque creyó que podía empezar de nuevo sin ellos. Y ahora, rodeado de paredes cuarteadas, con un par de camisas arrugadas, entendió el peso de su error.
Al día siguiente, en Tlaquepaque, Rubén llegó a casa de Magdalena con noticias nuevas. Había accedido a una carpeta oculta que confirmaba lo temido: Ernesto no solo usó el nombre de Magdalena para mover dinero en empresas fachada; también implicó a Damián en un segundo contrato con documentos falsificados que ampliaban su supuesta responsabilidad.
—Esto es grave —dijo Rubén—. Intentarán usar su vínculo para una acusación conjunta.
—¿Y qué prueba tenemos de que Damián no firmó esa segunda parte? —preguntó Magdalena, fría.
Rubén sacó un sobre.
—La firma está falsificada. Ya lo confirmó el perito. Pero lo más importante es lo que hay en este segundo documento.
Magdalena tomó el papel y leyó en silencio. Al llegar al último párrafo, el rostro le cambió.
—Aquí aparece otro nombre… No lo habíamos visto.
Rubén asintió.
—El de un intermediario que Ernesto usó varias veces. Nadie sabía que está preso… y quiere declarar a cambio de reducción de pena.
En ese momento entró Damián, con Tomás en brazos.
—¿Pasó algo?
Rubén lo miró a los ojos.
—Hay un hombre que puede limpiar tu nombre… y hundir a Ernesto para siempre.
Damián tragó.
—¿Qué hay que hacer?
—Ir a Puebla. Quiere hablar en persona.
El viaje se planeó para el día siguiente. Magdalena y Damián salieron de madrugada en autobús. Los niños se quedaron con una vecina de confianza; Camila prometió cuidar de todos. El trayecto fue en silencio. Los dos llevaban en los ojos algo que no se dice: miedo a lo que estaban por oír. En el reclusorio de Puebla los recibió un defensor público y un custodio.
—El interno se llama Víctor Garduño —explicó el guardia—. Condenado por fraude y lavado. Trabajó de cerca con el señor Villarreal hace seis años. Tiene pruebas que vinculan a más gente, pero quiere hablar solo con ustedes dos.
Magdalena miró a Damián. Él asintió. Entraron a la sala.
Víctor ya esperaba: delgado, rostro anguloso, entradas marcadas y ojos cansados. Uniforme gris, un cuaderno en la mano.
—Gracias por venir —dijo, seco—. No lo hago por ustedes. Lo hago por mí.
—¿Qué sabes de Ernesto? —preguntó Damián.
—Todo. Yo redacté contratos, diseñé las empresas pantalla. Falsifiqué firmas. Sí, la tuya aparece en dos… pero porque Ernesto me lo pidió.
Magdalena apretó los puños.
—¿Y mi nombre?
—Lo usó de escudo. Sabía que nadie dudaría de la esposa fiel. Si caía, tú caerías primero.
Víctor abrió el cuaderno y les mostró copias. Rubén las fotocopió al momento.
—Úsenlo —dijo el interno—. Pero rápido. Hay otros interesados en silenciar esto… y uno no está tan lejos.
—¿Quién? —preguntó Damián.
Víctor dudó y murmuró:
—Brenda. No se fue. Está en Guadalajara. Y esto no ha terminado.
De regreso en el autobús, Magdalena no soltaba el cuaderno. Ahí estaba todo: fechas, nombres, firmas, cuentas, transferencias—todo lo que Ernesto escondió. Ahora tenían más que papeles: tenían una verdad irrefutable, una que podía romper la máscara que le quedaba. Mientras el bus serpenteaba de vuelta, Ernesto se lavaba la cara en el baño público de una central. Se miró. Por primera vez en años no se reconoció: ya no había traje caro ni seguridad. Muy pronto tendría que enfrentarse, sin salida, a quienes destruyó.
Magdalena bajó del autobús con el cuaderno de Víctor apretado al pecho. El aire en Guadalajara se sentía más pesado, como si la ciudad intuyera lo que estaba por estallar. A su lado, Damián tenía la mirada perdida. No hablaron mucho de vuelta: a veces, cuando el alma va cargada, el silencio es más honesto. Al llegar, los niños los abrazaron entre preguntas. Camila salió al final, seria, como si leyera en los ojos de su madre si todo estaba bien o no.
—¿Cómo les fue? —preguntó sin rodeos.
—Tenemos lo que necesitábamos —respondió Magdalena, acariciándole el cabello.
Damián fue directo al taller. Necesitaba ocupar las manos. Apenas entró, sonó su celular olvidado sobre el banco: mensaje de Rubén. Urgente.
Reunión con fiscal. Mañana 8:00. Traigan todo.
Damián respiró hondo. Era hora.
Al día siguiente llegaron al Ministerio Público con una carpeta llena: pruebas, declaraciones, copias firmadas y el cuaderno de Víctor. Rubén los esperaba, traje oscuro y tensión en el rostro.
—Hoy presentamos todo al fiscal de delitos financieros. Si esto avanza, podrían citar formalmente a Ernesto en 72 horas.
Magdalena y Damián se miraron. No había lugar para celebraciones, solo para la verdad. Entraron. El fiscal, voz profunda y cara imperturbable, revisó documento a documento con atención quirúrgica. No interrumpió; solo tomó notas. Al final, levantó la vista.
—Es grave. Lo que traen no solo implica al señor Villarreal en fraude y falsificación; también hay indicios de lavado.
—Y mi nombre fue el blindaje de todo eso —dijo Magdalena, firme.
—Y el mío lo falsificaron para darle legitimidad —añadió Damián.
El fiscal asintió.
—Vamos a actuar. Prepárense: esta gente no cae sin arrastrar. Si sabe que están detrás, intentará atacar.
—Ya estamos acostumbrados —respondió Magdalena sin titubear.
El fiscal guardó los documentos en una carpeta roja: Prioridad 1.
—Ahora, localizarlo. ¿Alguna idea?
—Sabemos que sigue en Guadalajara —intervino Rubén—. Sin domicilio fijo, quizá durmiendo en la calle.
—¿Qué tan seguros?
—Alguien cercano lo vio hace tres días pidiendo comida en la Glorieta Minerva.
—Entonces lo vamos a encontrar.
Mientras tanto, en un callejón detrás de un súper, Ernesto se protegía del sol. Cara sucia, ropa sudada, uñas negras. Había perdido peso… y dignidad. No hablaba con nadie. No buscó a Brenda. Se resignó al olvido, pero una idea le ardía: Magdalena no pudo llegar tan lejos sin ayuda. Y no se equivocaba.
Esa tarde, cuando se levantó a buscar algo entre la basura, se estacionó un auto negro. Bajaron dos hombres de traje. No hablaron: solo mostraron credenciales.
—Ernesto Villarreal, queda formalmente notificado. Tiene 72 horas para presentarse a declarar en el MP de Guadalajara. De lo contrario, se emitirá orden de aprehensión.
Le entregaron el papel y se fueron. Ernesto se quedó helado. El documento temblaba en su mano. No lo creía: lo habían alcanzado. Magdalena de verdad lo había denunciado. Se sentó en el suelo y leyó una y otra vez. Sintió rabia, frustración… y, sobre todo, una punzada que no sentía desde hacía años: vergüenza.
En casa, esa noche Magdalena no durmió. Daba vueltas por la sala. Camila bajó y la encontró en el sofá, mirando la oscuridad.
—¿Tienes miedo?
—No. Estoy cansada de tenerlo.
Camila se sentó a su lado.
—¿Y si él dice que es mentira?
—Entonces hablaremos más fuerte. El silencio nunca protegió a nadie.
Al día siguiente, Rubén llamó temprano. Sonaba distinto, casi agitado.
—¿Qué pasa? —preguntó Magdalena.
—Alguien se presentó voluntariamente esta mañana en la fiscalía.
—¿Quién?
—Ernesto. Él mismo.
Magdalena apretó el teléfono.
—¿Y qué dijo?
—Pidió declarar, pero solo frente a mí, a ti… y a los niños. Dice que tiene algo que decirles.
Magdalena colgó. Miró a Damián, que salía del cuarto. Por primera vez lo dijo en voz alta:
—Ernesto va a hablar. Pero lo que no sabe es que esta vez no nos vamos a callar.
La sala de conferencias del Ministerio tenía un silencio distinto al del juzgado: más tenso, más contenido, como si las paredes supieran que lo que iba a decirse no era solo expediente, sino el desenlace de una vida rota. Ernesto llegó con camisa arrugada, barba crecida y ojos huecos. Ya no era el empresario altivo: era un hombre cansado, vencido, que dejó el orgullo para aferrarse a una palabra que nunca había significado: perdón.
Frente a él, en una mesa rectangular, estaban Rubén, el fiscal, Magdalena, Damián y, por decisión de Ernesto, los cinco niños. No todos entendían por qué estaban ahí. Tomás jugaba en silencio con un carrito, sin comprender. Camila, en cambio, lo miraba con una mezcla de enojo y curiosidad: no lo odiaba, pero tampoco lo perdonaba.
—Gracias por venir —empezó Ernesto, con voz más baja—. Sé que nadie quiere escucharme, y quizá no deba hablar, pero si me callo ahora, me muero con esto adentro.
Luisito lo miraba fijo. Ana Lucía apretó la mano de Camila. Ernesto respiró hondo y bajó la cabeza. Cuando la levantó, ya tenía lágrimas.
—Los traicioné a todos. No solo como padre, como esposo, como hombre. Los vendí. Usé sus nombres, su confianza, su silencio para proteger mis negocios, para protegerme a mí. Y mientras ustedes pasaban hambre, yo firmaba con gente que ni sabía mi segundo nombre.
Magdalena no lo interrumpió, no lloró, no parpadeó: escuchó.
—Cuando me quedé sin dinero pensé que era castigo suficiente… dormir en la calle. Pero no fue hasta ver a mis hijos jugar del otro lado de una reja, sin mí, que supe que los había perdido mucho antes.
Camila le sostuvo la mirada. No había odio: había juicio. Y dolió más.
—Magdalena, Damián… me enseñaron con su silencio lo que no aprendí con poder. Yo destruí lo que teníamos, y aunque me muera aquí mismo, quiero que sepan que ya no tengo nada que ocultar.
Sacó un sobre y lo puso sobre la mesa.
—Ahí están los nombres, las cuentas, las transferencias, las pruebas. Todo lo que escondí. Ya lo firmé ayer ante el fiscal. Si quieren destruirme, háganlo… pero ya no será su palabra contra la mía.
El fiscal abrió el sobre, revisó, confirmó autenticidad. Rubén asintió.
—Esto cambia el panorama —dijo—. Confirma lo que teníamos… y lo agrava: el fraude fue deliberado y hubo daño directo.
Ernesto cerró los ojos, exhausto.
—Quiero decir una cosa más. A mis hijos: si algún día hablan de mí, no digan que fui malo; digan que fui débil, que no supe lo que tenía hasta verlo en manos de otro.
Damián bajó la cabeza, no por vergüenza, sino por respeto. Ernesto se puso de pie.
—No quiero abrazos. No vengo a pedir lugar. Vengo a cerrar el capítulo que yo mismo abrí de una patada.
Miró a Magdalena por última vez.
—Gracias por no enseñarles a odiarme.
Magdalena no respondió, pero una lágrima le corrió por la mejilla. No por él, sino por lo que sus hijos tuvieron que cargar sin entender.
Esa noche, al volver a casa, Camila fue la última en entrar. Se quedó en el umbral mirando el cielo claro.
—¿Le creíste? —preguntó de pronto, sin mirar a su madre.
—Le creí lo que dijo… pero eso no borra lo que hizo. Y si cambia, cambió. El problema es que nosotros ya no somos los mismos.
Camila subió sin decir más. En la fiscalía, Rubén cerraba el expediente con manos temblorosas. Nunca había llevado un caso así: lleno de heridas abiertas, papeles con lágrimas, nombres que ya no eran firmas sino cicatrices.
Y al final del pasillo, a las diez de la noche, Ernesto estaba en una banca del ministerio, con las manos entrelazadas. Lo había entregado todo, pero aún no sabía que alguien más no lo había perdonado… y muy pronto una figura del pasado se cruzaría otra vez, buscando no justicia, sino venganza.
Aquella noche el silencio fue distinto. La casa estaba quieta, los niños dormían, el barrio parecía en paz, pero algo en el aire estaba torcido. Magdalena lo sintió al apagar la luz. Una inquietud le recorría el cuerpo, como si la calma fuera el preludio de algo a punto de romperse. Damián también lo notó. Estaba en el taller fingiendo ordenar herramientas, pero en realidad miraba la puerta entreabierta, como esperando otro golpe. Tras todo lo vivido con Ernesto, las “sorpresas” ya no parecían destino, sino advertencias.
Y la advertencia llegó, no como golpe a la puerta, sino como una figura frente al portón, observando desde la sombra de un poste. Una mujer delgada, con el pelo largo cubierto por un pañuelo. Sería irreconocible… de no ser por la manera exacta en que sostenía el bolso de piel al hombro. Como siempre. Como antes. Brenda no había huido. Tampoco se casó con un abogado rico. Desapareció estratégicamente, esperando el escándalo. Ahora había vuelto, no por Ernesto ni por negocios, sino por algo más oscuro: venganza.
A la mañana siguiente, Rubén llegó con un sobre. Lo habían dejado en su oficina, sin remitente ni contexto: una hoja manuscrita y una fotografía.
—Esto apareció en la puerta —dijo, sentándose en la sala—. No sé cómo interpretarlo. Mejor véanlo.
Magdalena abrió. La foto era vieja: Ernesto abrazaba a Brenda en lo que parecía una sala de juntas. Detrás, sobre una mesa, un sobre blanco con el nombre de Magdalena en marcador rojo. Damián tomó la hoja: no estaba firmada, solo una frase:
No era solo él; ella también sabía.
A Magdalena se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Crees que Brenda intenta volver a culparme?
Rubén negó.
—No es una acusación. Es un mensaje. Un juego psicológico.
—¿Para qué? —intervino Damián.
—Para asustarlos. Para que crean que hay algo más hondo que puede usar si no se sale con la suya.
—¿Y si sí hay algo? —preguntó Camila desde el marco de la puerta. Había escuchado todo.
Nadie respondió.
Horas después, mientras Damián reforzaba la cerradura del taller y Rubén hacía llamadas, Magdalena se encerró con la foto. No recordaba haber visto jamás ese sobre en su casa, pero algo le decía que no era ajeno, que quizá—sin saberlo—siempre fue parte de algo más grande. La posibilidad de que Brenda lo hubiera planeado todo desde el principio no era absurda. Ella siempre fue más lista de lo que dejaba ver. Y si había vuelto, era porque aún tenía cartas.
Esa misma noche circuló un informe interno entre agentes de la fiscalía: una mujer merodeaba por Tlaquepaque preguntando por Ernesto Villarreal. La descripción coincidía… y la alerta también: persona de interés en una investigación por falsificación y desvío. No debía ignorarse.
Rubén leyó el reporte a las 11 p. m., frunció el ceño y llamó a Magdalena.
—Está cerca. Brenda anda por el barrio.
—¿Qué hacemos?
—Nada aún. Si la enfrentamos sin pruebas, se escurre otra vez. Si la dejamos moverse, puede equivocarse.
Magdalena colgó, corrió la cortina y miró a la calle. No había nadie. Solo faroles y la calma engañosa de un barrio que no sabía que iba a despertar un fantasma. A tres cuadras, Brenda, sentada en una banca, cruzó los brazos y sonrió de lado.
—Ahora sabrán lo que es perderlo todo —susurró, encendiendo un cigarro.
Porque lo que Ernesto hizo por soberbia, Brenda lo haría por veneno. Y su siguiente jugada ya tenía nombre: Camila.
Desde aquella noche, Magdalena no volvió a dormir igual. Ya no era el miedo lo que la mantenía alerta, sino la certeza de que el daño por venir no sería directo, sino disfrazado. Brenda nunca atacaba con manos: atacaba con ideas, con veneno lento. Los días siguientes pasaron con una calma sospechosa: sin cartas, sin llamadas, sin anónimos. Como si Brenda se hubiera desvanecido. Rubén no lo creyó.
—Cuando alguien como ella se queda callada es porque ya lanzó el anzuelo —advirtió.
Magdalena lo sabía, pero no adivinaba de dónde vendría el golpe. Hasta que encontró, entre los útiles de Camila, una invitación manuscrita en una hoja rosa, de letra elegante:
No tienes que repetir los errores de tu madre. Puedes estudiar. Solo di que sí. Nos vemos el jueves, 4 p. m. Dirección atrás. No se lo digas a nadie.
Camila no se la había mostrado. Ni siquiera sabía que su madre la había visto. Magdalena guardó la nota y esperó. No dijo nada en el desayuno ni mientras Camila ayudaba a Damián en el taller. Solo observó cómo se movía, cómo miraba a sus hermanos, cómo le cambiaba el gesto cuando creía que nadie la veía. Camila estaba confundida. Y alguien se aprovechaba.
Ese jueves a las 3:30, Magdalena decidió no confrontarla: la siguió a distancia, sin ser vista. Camila caminó por Tlaquepaque con la mochila al hombro, paso firme pero tenso. Llegó a una casa blanca, portón alto, ventanales. Tocó y una mujer la dejó pasar. Brenda no llevaba maquillaje, vestía blusa blanca y vaqueros. Parecía otra, pero Magdalena la reconoció desde la banqueta. Esa mujer podía cambiar voz, ropa y lenguaje, pero nunca intenciones.