Echó a su esposa y a sus cinco hijos de casa… ¡PERO CUANDO REGRESÓ HUMILLADO, TODO HABÍA CAMBIADO!

Preparó un té caliente, sacó mantas del fondo del armario y, por primera vez en años, Magdalena durmió sin gritos, sin amenazas, sin miedo. Pero esa noche fue más que un refugio. Fue el comienzo de algo que el propio Ernesto no había imaginado. Una historia de dignidad, reconstrucción y justicia. La calle estaba vacía.

El eco de sus pasos resonó en las aceras agrietadas de la avenida principal, mientras Magdalena avanzaba con los cinco niños detrás como si fueran un solo cuerpo roto. Camila llevaba la mochila con la ropa. Luisito llevaba a Tomás, medio dormido, en brazos. Ya nadie lloraba.

Las lágrimas les habían secado la piel, como la tierra que deja de pedir agua cuando se resigna a la sequía. Magdalena no dijo ni una palabra. Tenía el rostro endurecido, los labios agrietados y la mirada fija al frente. No sabía adónde iba, pero no podía detenerse. Si se detenía, los niños comprenderían que ya no quedaba nada. “Mamá”, dijo Camila con voz ronca. “Volveremos algún día”. Magdalena respiró hondo.

Intentó encontrar algo en su interior que no fuera miedo, pero solo encontró silencio. “No”, respondió. Simplemente levantó la mano y acarició el cabello de su hija sin mirarla. Camila comprendió. No había vuelta atrás. Luisito, de 10 años, miró a su alrededor. Nunca había visto a su madre caminar con los hombros tan hundidos. Por primera vez en su vida, pensó que los adultos también podían quebrarse.

“¿Dónde vamos a dormir, mamá?”, preguntó con voz apenas audible. Magdalena apretó los dientes. Quería decirles que todo estaría bien, que era temporal, que Ernesto cambiaría de opinión, pero ya no podía mentirles. Lo habían oído todo. Sabían que su padre no las quería. Nada más. Pasaron por una panadería cerrada.

El olor a masa rancia se filtraba por debajo de la cortina metálica. Tomás despertó en brazos de Luisito y empezó a llorar. Magdalena lo alzó y lo meció sin decir nada, mientras Mateo, de seis años, caminaba aferrado a la falda de su madre. El calor de la noche comenzaba a disminuir. Una ligera brisa levantó el polvo del suelo.

El cielo estaba despejado, pero no había estrellas, solo oscuridad sobre ellas. A lo lejos, las luces de un barrio humilde comenzaron a brillar. Magdalena reconoció las calles de su infancia. Claque Paque. Allí había crecido. Allí había reído por última vez antes de casarse con Ernesto. Se detuvo frente a una pequeña casa de paredes encaladas y una puerta de hierro oxidada.

El corazón le latía con fuerza en la garganta, no por miedo al rechazo, sino por vergüenza. No había visto a Damián en más de 15 años. Había sido su amigo, su casi novio, pero ella eligió otro camino. Eligió a Ernesto, y ahora estaba allí, descalza, con el alma destrozada. Miró a los niños. Estaban exhaustos. No pudieron seguir caminando. Llamó a la puerta una vez, dos veces. Nada. Volvió a llamar. Esta vez más fuerte. “¿Quién?”, respondió una voz masculina, ronca, sorprendida y desconfiada. “Soy yo, Magdalena”.

 

Camila no respondió, solo apoyó la cabeza en su hombro. Damián apagó la luz de la sala, pero no fue a su habitación. Se sentó en una silla de madera, como si supiera que esa noche no era para descansar, sino para estar, para abrazar, aunque fuera en silencio.

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