Mi corazón latía con fuerza. Mi instinto de contadora despertó. Me di cuenta: cuando recién nos casamos, yo llevaba la contabilidad básica. Todavía tenía algunos archivos de Excel, estados de cuenta e incluso facturas omitidas de IVA.
Entonces comprendí: aunque en el divorcio me hubiera quedado sin nada, si tenía pruebas de sus negocios ilegales, podía obligarlo a arrodillarse.
Empecé a recopilar documentos, cada chat de WhatsApp (con sello de tiempo), exporté correos electrónicos y los comparé con los reportes fiscales presentados al SAT. Todo apuntaba a lo mismo: Ricardo había evadido millones en impuestos, pagaba a empleados en negro y escondía ingresos.
Le mostré los documentos a Patricia. Ella quedó impactada:
—“Esto no solo puede denunciarse al SAT y a la Unidad de Inteligencia Financiera, también a la Fiscalía de Delitos Financieros.”
Yo no quería verlo en la cárcel. No buscaba tanto. Solo quería justicia: que supiera lo que era perderlo todo.
Lo llamé sin dar explicación. Al oír mi voz se rió:
—“¿Marcaste el número equivocado?”
Le envié un archivo PDF. Era un resumen de todas las pruebas: fotos de facturas falsas, historial de transferencias entre sus empresas fantasma, fragmentos de mensajes con sus amantes. Solo escribí una frase:
“En 24 horas transfiéreme 1 millón de pesos, o enviaré este archivo al SAT, a la UIF y a la Fiscalía de Delitos Financieros de CDMX.”