Las campanas de la iglesia repicaron suavemente esa mañana nublada, resonando a través de la niebla. Las personas afligidas se reunieron con expresiones sombrías, murmurando oraciones, mientras una niña agarraba un oso de peluche en la periferia del ataúd.

El hombre interior no era simplemente su padre; él era su única ancla en la existencia. La había asegurado en la cama por la noche, le había secado las lágrimas y le había asegurado que nunca estaría sola. Con las últimas palas de tierra colocadas sobre su tumba, esa promesa se hizo añicos irrevocablemente. Su nombre era Emily. A los ocho años, sus ojos, hinchados por el llanto, miraban fijamente al suelo. Ella creía que la angustia difícilmente podría intensificarse más. Sin embargo, estaba equivocada. Una mujer vestida de negro, su madrastra, Diana, estaba detrás de ella. Diana se puso externamente como una viuda de luto.