Sin embargo, internamente, su corazón no albergaba dolor, solo animosidad. Nunca había deseado a Emily, y ahora que el padre estaba ausente, nada la detenía. Cuando los dolientes comenzaron su partida, los comentarios fríos de Diana atravesaron la atmósfera: “Ya no perteneces aquí”. El corazón de Emily se inmovilizó. Recordada a la residencia que antes rezumaba comodidad, apenas tuvo un momento para secarse las lágrimas cuando su madrastra apartó los cajones, metió las prendas en una bolsa gastada y la arrojó por la puerta. “Por favor, madre, perdóname”, lloró Emily, a pesar de su inocencia. Diana se burló. Un balde de agua fría fue rociado sobre la joven, saturando su ropa y haciéndola temblar. Su maleta se abrió de golpe en el camino de entrada. Los espectadores observaron en voz baja, aunque ninguno se atrevió a intervenir.

Diana cerró la puerta con fuerza, abandonando a Emily arrodillada a la luz del sol, empapada y temblando, agarrando su osito de peluche. En el momento en que parece que el mundo la había abandonado, un automóvil negro se acercó a la acera. Un hombre alto emergió, vestido con un traje a medida, sus ojos imbuidos de una cualidad poco común: compasión. Su nombre era Alexander, un empresario adinerado. Mientras pasaba, su pecho se contrajo al ver a Emily en el suelo. Estaba familiarizado con esta angustia; lo había experimentado en su juventud. Alexander se arrodilló junto a ella y suavemente colocó su mano sobre su hombro. Su voz era serena pero cordial. Esto concluye aquí. “Nadie te volverá a tratar de esta manera”. En ese momento, la realidad fracturada de Emily se transformó. El alboroto llevó a Diana a regresar a la puerta.