Después de la cena…

Después de la cena, Elena salió del restaurante con pasos tranquilos y firmes. El aire frío junto al lago de Ginebra despejó sus pensamientos. En el coche, abrió su portátil y revisó los archivos: grabaciones, transcripciones, notas. Todo estaba ordenado, preciso. Las pruebas eran irrefutables. Pero ya no quería usarlas. No buscaba venganza, sino paz.

Durante los días siguientes continuó interpretando su papel de prometida perfecta —sonrisas, cortesía, silencio—. Sin embargo, dentro de ella algo había cambiado para siempre. Las palabras de Tariq seguían resonando en su mente, pero ya no le dolían; ahora solo le recordaban quién era ella en realidad. Comprendió que el poder no consiste en controlar, sino en conservar la dignidad.

Cuando James le escribió diciendo que la investigación estaba completa y que podían entregar los documentos a la prensa, Elena respondió:

«Aún no. No quiero que termine así.»

Unos días después, en su apartamento de Ginebra, le pidió a Tariq que hablaran. Su voz era serena, casi amable. Abrió el portátil, pulsó reproducir, y el sonido de su propia voz —sus burlas, su risa— llenó la habitación. Él se quedó en silencio. Intentó justificarse, luego bromear, después suplicar. Pero ella no se movió.

—Tú querías una alianza —dijo ella despacio—. Yo quería amor. Esa es la diferencia entre nosotros.

A la mañana siguiente, Elena abandonó el apartamento. Sobre la mesa dejó el anillo y un sobre cerrado. Dentro estaban las grabaciones… y una carta. No era una amenaza, sino una despedida. Decía: «Perdonar no es rendirse. Es liberarse.»

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