Después de la cena…

La familia Almanzor trató de ponerse en contacto con ella, pero desapareció sin dejar rastro. Se mudó a París, a un pequeño piso en Montparnasse. Volvió a trabajar como consultora diplomática, y por las noches se sentaba en una cafetería con un cuaderno y una taza de espresso. Por primera vez en meses, sentía silencio en su interior.

En la pantalla del teléfono apareció un mensaje de James:

«Tu padre está orgulloso de ti. Pregunta qué sigue.»

Elena sonrió.

«¿Qué sigue? Mi vida.»

Cerró el portátil, dejó el teléfono a un lado y miró por la ventana. La ciudad respiraba —ruidos, risas, música, gente viviendo sin máscaras ni secretos—.

Entonces comprendió que la verdadera fuerza no está en destruir, sino en saber marcharse con la cabeza alta. Que la victoria no es humillar al otro, sino hallar la serenidad que llega cuando eliges la libertad.

Elena ya no buscaba justicia.

Había encontrado algo mucho más grande: a sí misma.

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