Un momento que cambia la vida en la sala de partos

La noche en que me puse de parto nunca estuvo destinada a ser inolvidable, pero el destino tenía su propio guión.

Mi esposo y yo habíamos discutido antes, una de esas discusiones donde el silencio duele más que los gritos. Más tarde esa noche, cuando empezaron las contracciones, lo llamé una y otra vez, treinta veces, con las manos temblorosas y las lágrimas mezcladas con el miedo. No contestó.

Mi hermano me llevó de urgencia al hospital. Apreté los dientes con cada contracción, intentando ocultar la angustia bajo el dolor.

Diez horas después, mi esposo finalmente me devolvió la llamada. Y mi hermano, sin dudarlo, respondió con cuatro palabras que impactaron como un rayo:

“Ella no lo logró.”

Todo dentro de él se hizo añicos.

Condujo al hospital como si intentara escapar del arrepentimiento. Pasaron horas mientras esperaba fuera de la sala de partos, con las manos temblorosas y el pecho apretado, repasando mentalmente cada llamada ignorada. Cuando el médico finalmente salió, apenas podía respirar.

Pero en lugar de ocurrirle lo peor, lo llevaron a una habitación oscura y silenciosa.

Yo estaba allí, acunando a nuestra hija recién nacida.

Sus rodillas se doblaron. Las lágrimas brotaron como un torrente, no de dolor, sino de un alivio inmenso. Toda la ira, todo el orgullo, se derrumbaron.

Sólo con fines ilustrativos

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