Ese momento nos reescribió.
Las palabras de mi hermano no tenían la intención de ser crueles: eran un espejo que mostraba cómo se ve el amor cuando el ego toma el control… y lo cerca que estuvimos de perderlo todo.
Mi esposo lloró como nunca lo había visto llorar. Me abrazó, abrazó a nuestra hija y susurró disculpas que no necesitaban explicación. Y poco a poco, durante las semanas siguientes, demostró con acciones lo que las palabras jamás podrían lograr.
Alimentación matutina. Cambio de pañal nocturno. Caricias suaves. Comprensión silenciosa.
El amor no se volvió perfecto: se volvió real.
Ahora, cuando sostiene a nuestra hija, su voz se quiebra un poco mientras susurra:
“Casi los pierdo a ambos.”
Y también he aprendido algo:
A veces, casi se necesita perder el amor para finalmente ver su valor.
Ni orgullo
ni ira.
Pero el amor encuentra su camino de regreso, más fuerte que antes y sin miedo a ser suave.