El 15 de septiembre de 2017, a las 11 de la mañana en un barrio popular de Monterrey, se escuchó un grito que paralizó a todos los vecinos de la calle Juárez, un grito que contenía 15 años de dolor, esperanza y una persistencia que había desafiado todos los pronósticos.

María Teresa Morales acababa de encontrar a su hija Ana tras una década y media de búsqueda incansable. Ana Morales, desaparecida a los 19 años y ahora con 34, se encontraba viva en una habitación oculta dentro de la casa de Rogelio Fernández, el vecino que vivía a solo 50 metros de la casa de su familia. El mismo hombre que durante todos esos años había ofrecido ayuda en las búsquedas, había preguntado por el progreso de la investigación y había consolado a María Teresa en los momentos más difíciles.

Ana estaba demacrada, desorientada, con canas prematuras y una mirada que reflejaba años de confinamiento. Pero al ver a su madre, se le llenaron los ojos de lágrimas y murmuró las palabras que María Teresa había soñado oír durante 15 años. «Mamá, sabía que me encontrarías».

La noticia recorrió México en cuestión de horas. Las preguntas surgieron de inmediato. ¿Cómo había sido posible mantener a una persona secuestrada durante 15 años en un barrio donde todos se conocían? ¿Por qué la investigación nunca sospechó del vecino más cercano? El caso de Morales se convertiría en uno de los más impactantes de la historia criminal de México, no solo por la duración del cautiverio, sino por la demostración de que el amor maternal puede superar cualquier obstáculo, incluso cuando todas las autoridades y la sociedad han perdido la esperanza. Pero para comprender esta historia…

Necesitamos remontarnos al momento en que todo empezó. Una tarde aparentemente normal de septiembre de 2002, cuando Ana Morales salió de su casa a comprar leche y nunca regresó. El barrio de Santa María, en el sector noreste de Monterrey, era en 2002 el típico barrio donde las puertas permanecían abiertas durante el día.

Los niños jugaban libremente en las calles y las madres se conocían por sus nombres de pila, un lugar donde la desaparición de cualquier vecino se convertía inmediatamente en un problema para toda la comunidad. Era precisamente este ambiente de proximidad y vigilancia mutua lo que hacía impensable que alguien pudiera desaparecer sin dejar rastro.

Ana Morales creció en ese barrio desde los 5 años, cuando María Teresa se mudó allí tras separarse del padre de sus hijos. La casa familiar ocupaba una tranquila esquina de la calle Juárez, un modesto edificio de dos habitaciones donde María Teresa cultivaba plantas medicinales que vendía en el mercado local para complementar sus ingresos como empleada doméstica.

A los 19 años, Anne había desarrollado una personalidad reservada pero responsable. Prefería pasar las tardes ayudando a su madre con las tareas del hogar, cosiendo ropa por encargo para los vecinos o cuidando a sus hermanos menores, Jorge, de 15 años, y Patricia, de 12.

 

Su rutina era predecible y tranquilizadora para una madre soltera que trabajaba muchas horas fuera de casa. Ana se levantaba temprano para preparar el desayuno familiar. Acompañaba a sus hermanos a la escuela, regresaba para hacer las tareas del hogar y por las tardes se dedicaba a proyectos de costura que le generaban ingresos adicionales.

Los vecinos la describieron como una joven seria y trabajadora que la saludaba con cortesía, pero que no participaba en chismes ni conflictos del barrio. Era de esas personas que desaparecen sin generar teorías sobre novios secretos, deudas peligrosas o enemistades ocultas. María Teresa se había forjado una sólida reputación en la colonia durante sus casi 15 años de residencia. Trabajó como empleada doméstica para tres familias de clase media, limpiando casas grandes con la meticulosidad que había aprendido en su infancia.

Los ingresos no eran abundantes, pero eran suficientes para alimentar, vestir y estudiar a sus hijos. Su relación con Ana era particularmente estrecha. Siendo la hija mayor y la única mujer de la familia, Ana había asumido las responsabilidades maternales con sus hermanos desde temprana edad. María Teresa dependía de ella no solo para las tareas del hogar, sino también como confidente y apoyo emocional.

«Ana es mi brazo derecho», solía decir María Teresa a los vecinos. Sin ella, no sabría cómo manejar todo sola. Esta sana codependencia hacía completamente impensable que Anne decidiera irse voluntariamente del hogar familiar. Conocía las dificultades económicas que atravesaba su madre.

Sabía que Jorge y Patricia necesitaban supervisión constante y comprendía que su ausencia dejaría a María Teresa en una situación desesperada. El 18 de septiembre de 2002 comenzó como cualquier martes en casa de los Morales. María Teresa se despidió de sus hijos a las 6:30 de la mañana, como lo había hecho durante años. Él besó a Ana en la frente, le recordó que cuidara bien a sus hermanos y le prometió regresar antes de las 7 p. m.

Fue la última vez que vio a su hija caminando libremente por su casa. La rutina del 18 de septiembre transcurrió con normalidad hasta las 4:30 de la tarde, cuando Ana se dio cuenta de que no había suficiente leche para preparar el café con leche que Jorge y Patricia tomaron con la merienda.

Era una situación sin importancia, pero que requería una solución inmediata. Ana guardó la costura que había estado haciendo. Tomó 20 pesos del dinero que María Teresa le había dejado para los gastos del día y fue a la puerta. “Voy a comprar leche a la tienda de Don Aurelio”, le gritó a su hermano Jorge, que jugaba en el patio. “Vuelvo en 10 minutos”. Jorge respondió con un gesto distraído.

Más tarde, esas serían las últimas palabras que escucharía de su hermana durante 15 años. La tienda de Don Aurelio estaba ubicada a cuatro cuadras de la Casa de los Morales, en una esquina concurrida donde convergían tres rutas de transporte público. Era un negocio familiar que llevaba más de 20 años sirviendo al barrio de Santa María.

 

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