Las campanas de la iglesia repicaron suavemente aquella mañana nublada, resonando a través de la niebla. Personas afligidas se reunieron con rostros sombríos, murmurando oraciones, mientras una niña sostenía un osito de peluche en la periferia del ataúd.
El hombre que habitaba en su interior no era solo su padre; era su único sostén en la vida. La había abrigado en la cama por las noches, le había secado las lágrimas y le había asegurado que nunca estaría sola. Con las últimas paladas de tierra depositadas sobre su tumba, esa promesa se rompió irrevocablemente. Su nombre era Emily. A los ocho años, sus ojos, congestionados por el llanto, miraban fijamente al suelo. Creía que la angustia difícilmente podría intensificarse más. Sin embargo, se equivocaba. Una mujer vestida de negro —su madrastra, Diana— estaba de pie detrás de ella. Diana, por fuera, se disfrazaba de viuda de luto. Sin embargo, en su interior, no albergaba pena, solo animosidad. Nunca había deseado a Emily, y ahora que su padre estaba ausente, nada la detenía. Mientras los dolientes comenzaban a partir, las frías palabras de Diana perforaron la atmósfera: “Ya no perteneces a este lugar”. El corazón de Emily se paralizó. Regresando a la residencia que antes irradiaba comodidad, apenas tuvo un momento para secarse las lágrimas cuando su madrastra abrió los cajones de un tirón, metió la ropa en una bolsa desgastada y la arrojó fuera de la puerta. “Por favor, madre, perdóname”, lloró Emily, a pesar de su inocencia. Diana se burló. Un cubo de agua fría roció a la joven, empapando su ropa y haciéndola temblar. Su maleta se abrió de golpe en la entrada. Los curiosos observaban en voz baja, aunque nadie se atrevió a intervenir. Diana cerró la puerta a la fuerza, abandonando a Emily arrodillada bajo el sol, empapada y temblando, agarrando su osito de peluche. En el momento en que parecía que el mundo la había abandonado, un automóvil negro se acercó a la acera. Apareció un hombre alto, vestido con un traje a medida, cuya mirada irradiaba una cualidad poco común: compasión. Se llamaba Alexander y era un empresario adinerado. Al pasar, sintió una opresión en el pecho al ver a Emily en el suelo.