Una mujer vivió en el octavo piso de mi edificio durante 50 años. Era reservada y rara vez interactuaba con nadie. El mes pasado, falleció en paz. Poco después, las autoridades me contactaron y me preguntaron si podía acompañarlos a su apartamento, ya que mi nombre figuraba en su expediente. Al entrar, me conmovió profundamente: toda mi infancia estaba plasmada en sus paredes.
Cada rincón de su casa lucía dibujos enmarcados que había hecho de niña: pequeños garabatos que solía dejar cerca de su puerta camino a la escuela. A menudo colocaba pequeñas flores bajo su felpudo de bienvenida, con la esperanza de que le alegraran el día. Nunca supe si las había notado hasta ese momento.
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