Una niña y su perro K9 descubren a dos policías enterrados vivos. ¡Su siguiente movimiento sorprendió a todos!

—Suficiente —asintió—. Yo soy el oficial Ramírez. No te preocupes, los vamos a sacar de ahí.

En minutos, dos motos de nieve rugían afuera. Ramírez subió a una y señaló a la otra.

—Max, arriba.

El perro saltó sin pensarlo dos veces. Renata se sentó detrás del guardabosques, abrazándolo por la cintura. Salieron disparados de nuevo hacia el monstruo blanco.

Regresar fue más rápido. Entre los recuerdos de Renata y el olfato de Max, dieron con el lugar. Los montículos que antes se veían como simples caprichos de la nieve ahora estaban marcados por los hoyos donde habían estado cavando.

Los oficiales seguían allí. Más pálidos. Más quietos. Pero respiraban.

—¡Aquí! —gritó Ramírez al equipo que venía detrás, cargando camillas y mantas térmicas.

Se lanzaron al trabajo. Picos, palas, manos. En cuestión de minutos, sacaron los cuerpos del hielo. Uno de los paramédicos arrancó la cinta de la boca de la oficial.

Ella tosió con fuerza, los labios partiéndose. Abrió apenas los ojos.

—Nos atacaron… —susurró, apenas audible—. Se llevaron… las pruebas… y nos dejaron aquí.

Ramírez la escuchó, frunciendo el ceño.

—¿Quiénes? —preguntó.

El oficial, tendido a un lado, apenas consciente, murmuró:

 

 

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