El viento le golpeó la cara como una bofetada. Renata sintió las lágrimas convertirse en pequeños cristales en sus pestañas.
Miró a los oficiales enterrados hasta el pecho. Miró la tormenta. Miró a Max, que la observaba jadeando, el pecho subiendo y bajando rápido.
Si se quedaba con ellos, morirían todos.
Si se iba a buscar ayuda, tal vez nunca encontraría el camino de vuelta.
—Voy a salvarlos —susurró, con voz quebrada—. Se lo juro. No los voy a dejar aquí.
Max ladró una vez, seco, como si confirmara la decisión.
Renata se inclinó sobre la oficial.
—Voy a traer ayuda, ¿sí? Aguante. No se duerma.
No sabía si la mujer la escuchaba. Tal vez no. No podía perder más tiempo.
Se levantó, sintiendo las piernas como de plástico. El viento casi la tiró al suelo.
—Max… vámonos —dijo, apretando los dientes.
El perro se pegó a su costado. Durante un segundo, Renata dudó. Quería dejarlo ahí, para que les diera calor, para que no estuvieran tan solos. Pero si se perdía en la nieve sin Max, no llegaría a ninguna parte.
—Lo siento —susurró—. Los necesito vivos a los dos. A usted… y a él.
Se dio la vuelta y empezó a caminar.
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