—No —dijo con voz firme, tan fuerte que todos lo escucharon.
El mesero se detuvo en seco.
Thomas se puso de pie y empujó la silla. —Trae otro plato —ordenó—. Y tráele lo mejor. ¡Rápido!
Layla abrió los ojos, sin creerlo. —¿En serio?
—Sí. ¿Cómo te llamas?
—Layla —susurró ella.
Thomas se agachó hasta quedar a su altura. —Ven, Layla. Esta noche cenas conmigo.
Un murmullo de incredulidad recorrió la terraza.
—¿Está loco? —murmuró una mujer.
—Un millonario cenando con una niña de la calle… qué escándalo —dijo otro.
Pero Thomas los ignoró. Corrió la silla a su lado y le dio una palmada suave al asiento. —Siéntate, cariño. Eres mi invitada.
El mesero regresó con pan caliente, que colocó frente a ella. Layla lo agarró con manos temblorosas, como si fuera un tesoro. Las lágrimas se le escapaban al probar el primer bocado.
—Gracias… señor —murmuró—. Pensé que a nadie le importaba.
Thomas tragó saliva, conteniendo el nudo en su garganta. Era la primera vez en años que sentía algo real. Algo que ni todo su dinero le había dado.
Los demás comensales no sabían dónde mirar. Algunos bajaron la cabeza. Otros cruzaron los brazos con incomodidad.
—Todos me observan —dijo Thomas, alzando la voz—. Pero nadie se ha preguntado por qué esta niña tiene que rogar por comida.
El silencio fue absoluto.
El mesero trajo un plato rebosante de pollo, verduras y puré de papa con mantequilla. Layla lo miró con asombro.
—¿No te lo vas a comer tú?
—No, ya he comido. Hoy te toca a ti.
Mientras ella comía, Thomas la miraba en silencio. Sus pensamientos lo llevaron al pasado: noches durmiendo bajo puentes, días buscando sobras en basureros… Se había prometido olvidar. Pero no lo había hecho. Solo lo había enterrado.
—Mi mamá hacía pan así —dijo Layla de pronto, con voz bajita—. Antes de irse al cielo.
Thomas se quedó helado. —¿Y tu papá?
—Se fue cuando mamá murió. Dijo que era mucha carga, que alguien más me cuidaría. Pero nadie lo hizo.
El corazón de Thomas se rompió.
Tomó su manita con cuidado. —No eres ninguna carga, Layla. Eres una niña y mereces que te cuiden.
A su alrededor, otros clientes escuchaban en silencio. Algunos limpiaban discretamente sus lágrimas.
Thomas se levantó y alzó la voz:
—Tiene siete años. ¡Siete! Y ha estado sola en estas calles mientras nosotros nos damos festines. Mírala. ¿Saben cuánto valor se necesita para entrar a un lugar como este y pedir ayuda?
Nadie respondió. Solo el murmullo del viento entre las copas.
Thomas se inclinó hacia Layla y le susurró: —Ya no tienes que pedir más. Nunca más. Yo cuidaré de ti.
Layla parpadeó. —¿De verdad? ¿No me vas a echar?
—Jamás —dijo él con la voz quebrada—. Te vienes conmigo. Te daré ropa caliente, una cama y mañana… panqueques para desayunar.
Layla soltó un sollozo y lo abrazó fuerte, enterrando su carita en su pecho. —Seré buena, lo juro… seré buena…
—Ya lo eres, princesa —susurró Thomas—. No tienes que demostrarle nada a nadie.
Una mujer con perlas se secaba los ojos con una servilleta. Un joven camarero se alejaba, con lágrimas contenidas.
La terraza entera había sido conmovida, no por riqueza, ni por estatus, sino por un solo acto de humanidad.
Thomas levantó a Layla en brazos.
Aby zobaczyć pełną instrukcję gotowania, przejdź na następną stronę lub kliknij przycisk Otwórz (>) i nie zapomnij PODZIELIĆ SIĘ nią ze znajomymi na Facebooku.
