—Ven —dijo ella, casi sin voz—. Dorita aún está despierta. Hoy me ha preguntado si te habías olvidado de nosotras.
—Voy para allá —dijo él—. Esta noche, si me dejáis, quiero leerle yo el cuento.
Esa noche, en el pequeño piso, la escena fue muy distinta.
Dorita estaba sentada en la cama, con el pijama de unicornios y un libro de cuentos abierto.
Cuando vio a Javier en la puerta, se le iluminó la cara.
—¡Papá! —exclamó, por primera vez sin dudar, lanzándose a sus brazos—. Mamá dijo que la prueba dice que sí eres mi papá de verdad. ¡Yo ya lo sabía!
Javier la apretó fuerte contra el pecho.
—Lo soy, cielo —susurró—. Y aunque me ha costado tiempo entenderlo, no voy a irme a ninguna parte.
Se sentó en el borde de la cama, con ella acurrucada a su lado, y empezó a leerle el cuento. Natalia los miraba desde el marco de la puerta, con lágrimas en los ojos y una sonrisa que no tenía fuerzas para esconderse.
Cuando Dorita se quedó dormida, abrazada al libro y a la mano de Javier, él la observó un rato más.
—Estaba preciosa incluso cuando dormía de pequeña —susurró Natalia—. Siempre pensé que te parecía a ti, aunque solo tenía una foto tuya guardada en un cajón.
Javier la miró.
—Natalia… —dijo—. Me gustaría que vosotras dos vinierais a vivir conmigo. Mi casa es grande, vacía y fría. Aquí tenéis amor, pero poco espacio. ¿Te parece si juntamos lo mejor de los dos mundos?
Ella rió entre lágrimas.
—No sé si me veo en ese ático tan elegante con la bata de estar por casa —bromeó.
—Te verías perfecta —respondió él—. Y Dorita llenaría las paredes de dibujos. Y yo… por primera vez tendría una casa de verdad, no solo un piso caro.
—Déjame pensarlo —dijo Natalia, aunque en sus ojos la respuesta ya estaba escrita—. Es mucho cambio para ella. Y para mí.
—Lo sé —asintió él—. No hay prisa. Solo quería que supieras que mi casa es vuestra casa cuando queráis.
Esa misma noche, le llegó un mensaje del doctor Herrera:
«Javier, las autoridades ya están revisando la manipulación de la prueba. Y otra cosa: la respuesta de Natalia al tratamiento está siendo mejor de lo esperado. Todavía es pronto, pero hay señales muy esperanzadoras.»
Javier enseñó el mensaje a Natalia. Ella se cubrió la boca con la mano, emocionada.
—Quizá… quizá no sea el final tan pronto —susurró.
—No —respondió él—. Quizá sea solo el principio.
Pasaron los meses.
El ático de Javier dejó de ser un lugar silencioso y perfecto.
Se llenó de vida.
Había dibujos de Dorita pegados en la nevera. Juguetes en el salón. Zapatos pequeños en la entrada. Una bata de casa colgada en la silla. Un olor a comida casera que no venía de ningún servicio de catering.
Natalia, poco a poco, empezó a recuperar fuerzas. Su pelo crecía de nuevo, corto y suave. Los análisis hablaban de una palabra que ella casi no se había atrevido a pronunciar: remisión.
Un día, el doctor Herrera les dio la noticia con una sonrisa:
—El tratamiento está funcionando muy bien. No podemos cantar victoria definitiva todavía, pero hoy podemos decir que el cáncer está en remisión completa.
Natalia se quedó sin voz.
Javier la abrazó.
Dorita saltaba alrededor de ellos, gritando:
—¡Mamá se está curando! ¡Mamá se está curando!
En paralelo, el caso de la prueba manipulada siguió su curso.
Susana tuvo que responder ante la justicia por falsificación de documentos médicos y por intentar perjudicar de forma grave a otra persona. No hubo grandes escándalos públicos, ni titulares. Solo procesos discretos, abogados, declaraciones.
Lo suficiente para que entendiera que sus actos tenían consecuencias.
Javier no deseaba venganza. Solo quería que la verdad quedara clara.
—No quiero que nadie la humille —dijo a sus abogados—. Solo que no pueda volver a jugar con la vida de nadie así.
La empresa siguió funcionando. Sin Susana. Sin su sombra en los pasillos. Y, por primera vez, Javier empezó a delegar más, a irse a casa a una hora razonable, a dejar el portátil apagado algunas noches.
Tenía algo más importante que mirar: los deberes de Dorita. Las manos de Natalia. La cena en familia.
Una tarde de diciembre, pocas semanas antes del octavo cumpleaños de Dorita, Javier caminaba por el salón inquieto.
Abría un cajón. Lo cerraba. Iba a la ventana. Volvía.
—Papá, estás muy raro —observó Dorita, sentada en la mesa del comedor con los cuadernos abiertos—. ¿Te duelen los pies?
Natalia rió desde la cocina.
—Sí, Javier, ¿te duelen los pies? —rió ella también.
Él tomó aire, se acercó a la mesa y se arrodilló junto a la niña.
—En realidad —dijo—, lo que me duele es el corazón… de tanto que se ha llenado últimamente.
Dorita frunció el ceño.
—¿Eso es malo?
—No —sonrió él—. Es muy bueno. Pero cuando el corazón está tan lleno, a veces te pones nervioso.
Sacó una cajita de terciopelo del bolsillo.
Los ojos de la niña se agrandaron.
—¿Es lo que creo que es? —preguntó, casi saltando en la silla.
—Depende —respondió él—. ¿Qué crees que es?
—¡Un anillo para mamá! —gritó Dorita—. ¡Le vas a pedir que se case contigo!
La voz de Natalia se cortó en seco en la cocina. Asomó por la puerta con el paño de cocina en la mano y los ojos ya brillando.
Javier miró a Dorita con mucha seriedad.
—Antes de pedirle nada a mamá —dijo—, tengo que preguntártelo a ti. ¿Te parece bien que me case con ella? ¿Quieres que sea tu papá para siempre, de todas las formas posibles?
La niña se le lanzó al cuello.
—¡Sí, sí, sí! —repetía—. Quiero que seas mi papá para siempre. Y quiero que los tres tengamos el mismo apellido y vivamos juntos para siempre y que nunca más te vayas.
Javier se puso de pie, todavía con la cajita en la mano, y se acercó a Natalia.
Ella dejó el paño sobre la mesa y se quedó allí, frente a él, con el corazón latiéndole en la garganta.
—Natalia Cruz —empezó Javier, con voz firme pero emocionada—, hace ocho años creí que te había perdido para siempre. Pensé que el amor no era de fiar. Que era mejor vivir detrás de paredes de cristal, con premios en las estanterías y el corazón vacío.
La miró a los ojos.
—Pero tú escribiste una carta. Y nuestra hija tuvo el valor de cruzar la ciudad para traérmela. Y aquel sobre arrugado derribó todas las paredes que yo había levantado.
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