—Quiero eso —dijo Javier sin dudar—. Nuevas muestras. Otro sitio. Y, si se puede, revisa las antiguas en un laboratorio independiente. Sin que nadie más lo sepa.
—Será caro y tardará unos días.
—No me importa el dinero —respondió—. Me importa la verdad.
Colgó. Cuando se giró, Susana lo observaba con una mezcla de rabia y miedo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Corregir un error —respondió él—. O varios.
Al día siguiente, Javier llamó a Natalia y le pidió verlas otra vez.
Ella abrió la puerta con una mezcla de esperanza y cautela en la cara.
—Pensé que no volvería a verte —confesó.
—He pedido otra prueba en otro laboratorio —explicó Javier, entrando—. Con seguridad máxima. Creo que alguien ha jugado sucio.
Natalia frunció el ceño.
—¿Quién querría hacer algo así?
Él pensó en Susana. En ocho años de “casualidades”.
—Alguien que no soporta la idea de que tengamos una familia —respondió—. Natalia, tengo que preguntarte algo más: háblame de Roberto. De ese matrimonio.
Ella suspiró, se sentó en el sofá y le hizo señas para que se sentara enfrente.
—Fue un error —admitió—. Una relación de rebote. Yo estaba cansada de hacerlo todo sola. Me pareció un buen hombre. Trabajador, tranquilo. Pensé que Dorita necesitaba un padre cerca, aunque no fuera el suyo biológico.
Se retorció las manos.
—Me casé convencida de que podría aprender a quererlo. Pero no. Yo seguía enamorada de ti, aunque estuviera furiosa. Y él lo notó. No había otra mujer. No había grandes dramas. Simplemente, yo no estaba ahí del todo. Al final, lo más honesto fue anular ese matrimonio.
—¿Le mentiste sobre quién era el padre de Dorita? —preguntó Javier.
—No. Nunca di nombres. Solo dije que el padre biológico no estaba en nuestras vidas —respondió ella—. No ha habido ningún otro hombre en mi vida desde que te fuiste, Javier. Ni antes de Roberto, ni después.
Él sintió que algo se ablandaba por dentro.
Ocho años creyendo una historia.
Y empezaba a oler a manipulación.
Antes de que pudiera contestar, sonó su móvil.
Era el doctor Herrera, otra vez.
—Javier —dijo—, tenemos los resultados de las nuevas pruebas.
Él tragó saliva.
—Dime.
—Esta vez se ha hecho en dos laboratorios distintos, con medidas de seguridad máximas. Los resultados coinciden.
Dorita es tu hija biológica con una probabilidad del 99,97 %.
Javier cerró los ojos un momento. Sintió que todo se recolocaba dentro: los rasgos, las fechas, las dudas.
—Gracias, doctor —dijo, con la voz un poco rota—. Gracias por no dejarlo pasar.
Colgó.
Natalia lo miraba, buscando la respuesta en su cara.
—¿Y bien? —preguntó, casi sin voz.
Él dio un paso hacia ella.
—Es mía, Natalia —dijo al fin, con una sonrisa que le salió mezclada con lágrimas—. Dorita es nuestra. La prueba lo confirma.
Natalia se tapó la cara con las manos y empezó a llorar, esta vez de alivio.
—Lo sabía —sollozó—. Lo sentía aquí —se llevó una mano al pecho—. Te juro que nunca te habría mentido con algo tan sagrado.
Javier la abrazó, fuerte, como si temiera que se deshiciera entre sus brazos.
—Perdóname —susurró—. Por dudar. Por irme. Por todos estos años que no estuve a vuestro lado. Por las noches sin cuentos. Por los cumpleaños sin mí. Por todo.
—Estás aquí ahora —respondió ella, apoyando la frente en su pecho—. Eso es lo que importa.
En ese momento, la puerta del pasillo se abrió.
Dorita asomó, con su mochila del colegio todavía puesta.
—¿Estáis tristes? —preguntó, preocupada.
Javier se separó un poco de Natalia y se arrodilló.
—No, cielo. Estamos muy, muy contentos —dijo—. Tengo algo importante que decirte.
La niña dejó la mochila en el suelo y se acercó, con los ojos muy abiertos.
—Hemos repetido la prueba —continuó Javier—. Esta vez la han hecho muy bien, sin errores. Y dice que…
Dorita no le dejó terminar.
—¡Que sí eres mi papá! —gritó, antes de lanzarse a su cuello—. ¡Lo sabía! Lo sabía. Mamá decía que las pruebas a veces se equivocan. Pero yo sabía que tú eres mi papá porque tienes mis ojos y mis manos y porque eres bueno con mamá.
Javier la abrazó con fuerza, sintiendo sus pequeños brazos alrededor del cuello, el peso ligero, el olor a jabón barato y lápices de colores.
Por primera vez en su vida, se permitió pensar la frase completa, sin miedo:
“Soy padre.”
Sobre la cabeza de la niña, miró a Natalia.
En sus ojos vio lo mismo que sentía él: alegría, miedo, y una decisión clara.
Esta vez, no dejarían que nadie los separara.
Esa noche, al volver al ático, Javier encontró a Susana esperándolo en el salón.
No estaba sola.
A su lado había un hombre alto, bien vestido, con un maletín. Javier lo reconoció enseguida por las fotos que había visto en la carpeta: Roberto Fernández.
Susana sonreía, pero sus ojos eran dos cuchillos.
—Javier —dijo con voz dulce—, pensé que querrías escuchar lo que Roberto tiene que decir sobre tu querida Natalia.
La segunda batalla acababa de empezar.
Y esta vez, Javier ya no estaba dispuesto a creer la primera versión que le contaran.
Cuando Javier entró en el salón, se encontró justo lo que temía:
Susana estaba de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados, y a su lado había un hombre alto, con traje caro y maletín.
—Javier —dijo ella con una sonrisa demasiado correcta—, quiero presentarte a Roberto Fernández, exmarido de Natalia. Creo que deberías oír lo que tiene que decir.
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