Una niña de siete años entra en la sede de un millonario con una carta que destroza su vida

Javier se quedó de pie, sin invitarla a sentarse.

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—¿Qué has hecho exactamente? —preguntó, con voz fría.

Susana abrió la carpeta con gesto triunfante. Dentro había fotocopias de documentos y algunas fotos a color.

—Resulta que hace dos años se casó —dijo—. Con un tal Roberto Fernández. Mira: aquí está el certificado de matrimonio. Y aquí, las fotos del día de la boda.

Las fotos mostraban a Natalia con un vestido blanco sencillo, sonriendo de brazo de un hombre alto, moreno.

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—El matrimonio se anuló a los seis meses —continuó Susana—. Según los papeles, él descubrió que Natalia no le había dicho toda la verdad… incluida la existencia de una niña y la historia de “un padre que las abandonó”.

Javier sintió que el suelo se movía.
Los papeles, las fotos, la prueba de ADN negativa.

Todo apuntaba hacia la misma conclusión:
¿otra vez había sido un ingenuo?

—Y encima —remató Susana—, tu análisis de ADN dice que la niña no es tu hija. ¿De verdad hace falta más?

En ese momento, el interfono sonó.

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—Señor Barton —avisó Margarita—, el doctor Herrera está en la línea uno. Dice que es urgente.

Javier volvió a su despacho, con Susana pegada a sus pasos como una sombra. Descolgó.

—Sí, doctor.

—Javier, quería disculparme por haberte soltado el resultado tan rápido —dijo el médico—. El informe es claro, negativo. Pero hay algo que no me termina de encajar. El laboratorio tuvo ayer un pequeño corte de luz. Algunos análisis se tuvieron que repetir. Entre ellos, el tuyo.

—¿Y el resultado? —preguntó Javier.

—Sigue saliendo negativo —respondió el doctor—, pero… si tienes dudas, podemos repetir la prueba en otro laboratorio, con más control.

Javier colgó con la sensación de que todo olía raro.
Demasiado raro.

Susana lo observaba desde la puerta.

—Lo siento tanto, Javier —susurró, acercándose—. Te dije que esa mujer no era de fiar. Ha usado a esa niña para sacarte dinero. Lo mejor es que cortes el contacto ya.

Él no contestó. Solo tomó su chaqueta.

—¿Adónde vas? —preguntó ella, alarmada.

—A hablar con Natalia —respondió—. A la cara.

Cuando Natalia abrió la puerta de su piso, iba en chándal, pálida, con una caja de cartón al lado.

—Estoy ordenando cosas —explicó débilmente—. Por si… Por si las cosas no salen bien.

Sonrió al verlo, sin saber aún lo que traía en la cabeza.

—¿Cómo salió la prueba? —preguntó, con esperanza en los ojos.

Javier entró sin ceremonia. No se sentó.

—Negativa —soltó, sin adornos—. El análisis dice que Dorita no es mi hija. Y parece que olvidaste contarme algo: que hace dos años te casaste.

El color desapareció del rostro de Natalia.

Se dejó caer en una silla.

—¿Te lo ha dicho ella, verdad? —preguntó con voz apagada.

—Me lo ha mostrado todo: certificado, fotos, hasta una pequeña “historia” de tu exmarido —respondió él—. ¿También a él le mentiste?

Natalia se pasó una mano por la cara, cansadísima.

—La prueba está mal —murmuró—. Tiene que estar mal. Dorita es tu hija, Javier. Lo sé. Lo sé en el cuerpo. Y sí, me casé con Roberto. Fue un error. Un intento desesperado de darle una figura paterna a la niña. Me equivoqué. Pero nunca le mentí sobre quien era su padre. Solo le dije que no estabas en nuestra vida.

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—¿Y por qué no me lo contaste ayer? —preguntó él—. ¿Por qué tengo que enterarme por otra persona?

—Porque me da vergüenza —confesó—. Porque no soy perfecta. Porque me equivoqué. Porque sabía que tú y ella… —no pronunció el nombre de Susana, pero los dos sabían de quién hablaba— aprovecharíais cualquier detalle para pintarme como una manipuladora.

Javier sintió una mezcla amarga de rabia y tristeza.

—He pagado tu tratamiento hasta final de mes —dijo, clavando la mirada en el suelo—. Después… tendrás que apañarte como puedas.

Se dio la vuelta.

—Javier, por favor —suplicó ella, agarrando el respaldo de la silla para no caerse—. Te juro que Dorita es tuya. No sé qué ha pasado con esa prueba, pero hay un error. No nos abandones.

No respondió. Ya estaba en la puerta.

Esa noche, en el ático, el silencio pesaba.

Susana le puso una copa de vino en la mano.

—Hiciste lo correcto —dijo—. Esa mujer lleva demasiados años jugando contigo. Has sido muy generoso pagando su tratamiento. No te debe nada más.

El móvil de Javier vibró sobre la mesa.

Miró la pantalla.

Mensaje de Dorita.

Escrito con esa ortografía ingenua de los niños que empiezan a usar el teclado:

«Señor Javier, ¿por qué está enfadado con mamá? Ella llora y no me dice por qué. ¿Hice algo mal? Prometo portarme mejor. Por favor no se enfade con nosotras.»

Sintió un puñal en el pecho.

—¿Quién es? —preguntó Susana.

—Dorita —respondió él, con voz baja.

Ella frunció los labios.

—Javier, no puedes dejar que una niña te manipule. Seguro que la madre está detrás de ese mensaje.

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Él ignoró el comentario y respondió con cuidado:

«No hiciste nada mal. Eres perfecta tal como eres. A veces los mayores se enfadan entre ellos, pero no es culpa de los niños. Cuida mucho de tu mamá.»

La respuesta llegó casi al instante:

«¿Seguirá siendo mi papá aunque esté enfadado con mamá?»

Se le hizo un nudo en la garganta.

Antes de que pudiera contestar, entró otro mensaje:

«Mamá dice que la prueba está mal. Dice que las pruebas se equivocan. Yo creo que sí es mi papá, porque tiene mis ojos.»

Javier dejó el móvil sobre la mesa y se levantó, caminando hacia el ventanal.

Las luces de la ciudad se reflejaban en el cristal. Detrás de él, Susana lo miraba con gesto duro.

—Javier, tienes que ser firme —insistió—. Esa niña es la hija de otra persona. No tienes ninguna obligación hacia ella.

Él se giró despacio.

—Qué fácil hablas de “ninguna obligación” —dijo—. ¿Desde cuándo te volviste tan fría?

Susana apretó los labios.

—Desde que aprendí que, si no te proteges, la gente te pisa —respondió—. Y yo te estoy protegiendo. De ella. Y de ti mismo.

Javier la miró largo rato. Algo empezó a encajar dentro de su cabeza.

Las fotos de hace ocho años.
Las llamadas anónimas.
La rapidez de la prueba de ADN.
La satisfacción silenciosa de Susana cuando todo salía “como tenía que salir”.

De pronto, pensó en algo. Fue directo al móvil y marcó el número del doctor Herrera.

—Javier —contestó el médico—, ¿pasa algo? Pareces alterado.

—Te voy a hacer una pregunta muy concreta —dijo él—. ¿Alguien, además de ti y de mí, ha preguntado por mi prueba de ADN?

El doctor dudó un segundo.

—Ayer por la mañana —admitió—, nos llamó una tal Susana Ochoa. Dijo que trabajaba contigo y que estaba autorizada a saber plazos y protocolos. Mi equipo le explicó que esa información es confidencial. No le dimos detalles.

Javier cerró los ojos un segundo.

—¿Hubo algo raro en el laboratorio el día que procesaron la muestra? —insistió.

—Hubo un corte de luz de pocos minutos —respondió el médico—. Algunos análisis se repitieron. Entre ellos el tuyo. No le di importancia, pero ahora que preguntas… No me gusta. Si quieres, podemos volver a hacer el análisis, con nuevas muestras, en otro laboratorio, con máxima seguridad.

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