Una niña de siete años entra en la sede de un millonario con una carta que destroza su vida

—Háblame de tu diagnóstico —pidió—. ¿Qué dicen los médicos?

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Natalia miró hacia la habitación de la niña.

—Dorita, cielo, ¿puedes ir a colorear un rato? —le pidió—. El señor Javier y yo tenemos que hablar de cosas de médicos.

La niña se fue esta vez sí a su cuarto, arrastrando un estuche de lápices de colores.

Cuando estuvieron solos, Natalia dejó de fingir fortaleza.

—Es cáncer de ovario, estadio cuatro —dijo sin rodeos—. Cuando lo encontraron, ya se había extendido. He pasado por dos rondas de quimio. No ha sido suficiente.

—¿No hay más opciones? —preguntó Javier, aunque ya intuía la respuesta.

—Hay un tratamiento experimental en un centro oncológico privado. Ha dado buenos resultados en casos como el mío. Pero no lo cubre la seguridad social, ni mi seguro. Es… una cantidad que no puedo ni imaginar. Más de doscientos mil euros solo la primera fase.

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Para Javier, aquella cifra era menos de lo que gastaba en algunos proyectos. Aun así, le dolió pensar que esa cantidad separaba a Dorita de su madre.

Se quedó callado unos segundos.

Luego habló, con la misma firmeza con la que cerraba un trato importante:

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—Natalia, da igual lo que diga el resultado de la prueba de paternidad. Quiero que empieces ese tratamiento ya. Yo lo pagaré.

Ella lo miró como si no hubiera entendido bien.

—Javier, no puedes…

—Sí puedo —la interrumpió—. Y lo voy a hacer. Dorita necesita a su madre. Y yo… —se le quebró un poco la voz— yo no puedo soportar la idea de perderte otra vez, y de esta forma.

Desde el pasillo les llegó la voz de Dorita, bajita, como si hablara con sus muñecas:

—Hoy conocí a mi papá —decía—. Es alto y tiene los ojos como yo. Creo que va a ayudar a mamá a ponerse mejor.

Las palabras de la niña atravesaron a Javier como un cuchillo dulce y doloroso a la vez.

Miró a Natalia.

—Voy a organizar la prueba de ADN —añadió—. No porque no te crea, sino porque, por el bien de Dorita, necesitaremos papeles oficiales. Si es mi hija, quiero que quede todo claro legalmente. Apellidos, herencia, derechos. Todo.

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Natalia asintió, con lágrimas brillando en los ojos.

—Haz lo que tengas que hacer.

—Y mientras tanto —continuó él—, voy a llamar al centro oncológico. No vamos a esperar ni un día más.

Natalia lo miró con una mezcla de alivio, gratitud y miedo.

—¿Por qué haces esto, Javier? Después de todo lo que pasó…

Javier volvió a escuchar la voz de la niña en su cabeza. “Mi papá tiene mis ojos”.

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Miró hacia el cuarto de Dorita.

—Porque hace ocho años perdí lo más importante que tenía —respondió—. A ti. Y la familia que podríamos haber sido. No entiendo todo lo que pasó, pero no voy a cometer el mismo error dos veces.

Esa noche, Javier volvió a su ático de lujo con la mente hecha un torbellino.

El salón era perfecto: muebles de diseño, grandes ventanales, luces tenues. Todo parecía de revista. Todo le pareció vacío.

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Susana lo esperaba, vestida con un elegante vestido negro.

—Por fin —dijo—. He estado preocupadísima. ¿Qué quería esa mujer… y su niña?

Javier se sirvió un whisky, sin contestar al principio.

—Se llama Natalia —dijo por fin—. Natalia Cruz. Y su hija se llama Dorita.

—Bien —respondió Susana, con impaciencia—. ¿Y qué querían? ¿Dinero?

—No. Solo que supiera la verdad —dijo él—. Natalia está muy enferma. Y asegura que Dorita es mi hija.

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Susana soltó una risa corta.

—Por favor, Javier. Tú y yo ya hablamos muchas veces de esto. No puedes tener hijos. Es una de las cosas que nos hacía compatibles, ¿recuerdas? Nada de complicaciones.

—Puede que los médicos se equivocaran —contestó él—. O que algo cambiara. No lo sé. La niña se parece a mí en todo. He pedido una prueba de ADN. Y he aprobado el tratamiento de Natalia. Empieza esta semana.

La copa en la mano de Susana tembló ligeramente.

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—¿Vas a pagarle un tratamiento carísimo a una mujer que te dejó hecho polvo y a una niña que probablemente ni siquiera es tuya?

Javier la miró con una calma nueva.

—Incluso si al final la prueba dijera que no es mi hija, sigue siendo una niña inocente. Y su madre está muriéndose. Si puedo ayudar y no lo hago, ¿cómo podría mirarme al espejo?

Por primera vez en mucho tiempo, al mirarla, no vio a la compañera perfecta de cenas y eventos. Vio frialdad. Vio cálculo.

Y sintió, muy hondo, que algo estaba cambiando para siempre.

Al día siguiente, llegó el momento de la primera batalla importante: el hospital.

Javier pasó a recoger a Natalia y Dorita con una bolsa de bollería recién hecha y café para los adultos. Llevaba instalada correctamente una sillita nueva en la parte de atrás del coche.

—No tenías que traer desayuno —dijo Natalia, aunque se notaba que agradecía el gesto.

—Mamá, mira —gritó Dorita desde la ventana—. ¡Es un coche superbonito! Parece de película.

—Es el coche del señor Javier —explicó Natalia—. Hoy nos lleva al hospital.

—¿Puedo ir delante? —preguntó Dorita.

—Vas a ir atrás, en tu trono de piloto de carreras —bromeó Javier—. La seguridad es lo primero, ¿vale?

Durante el trayecto, la niña no paró de hablar.

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—¿Y ese edificio tan alto qué es?
—¿Cuántos pisos tiene tu oficina?
—¿Los hospitales tienen buena comida?

Javier la miraba por el retrovisor con media sonrisa.

—Dorita, hablas muchísimo —comentó.

—¿Eso es malo? —preguntó ella, genuinamente preocupada.

—No, al contrario —respondió él—. Significa que sabes hacer buenas preguntas. Eso es de gente curiosa.

—Mamá dice que a veces pregunto demasiado —reflexionó la niña—, pero también dice que la gente curiosa aprende más del mundo.

Natalia, en el asiento de delante, le apretó suavemente la mano a su hija.

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—Exacto, cielo.

El centro oncológico era moderno, luminoso, lleno de carteles de colores intentando suavizar lo duro de la enfermedad.
A Javier le golpeó una sensación extraña: allí todo el mundo parecía luchar contra algo invisible.

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