Una niña de siete años entra en la sede de un millonario con una carta que destroza su vida

Al abrirlo, un olor suave a lavanda salió del  papel. Javier se quedó rígido. Ese perfume despertó un recuerdo que creía enterrado.

Seguridad financiera

Ella.

Desplegó la hoja y empezó a leer.

«Mi querido Javier:

Sé que esta carta te sorprenderá y te pido, por favor, que la leas entera antes de juzgarme.

Mi nombre es Natalia Cruz, aunque hace años me conociste con mi apellido de entonces: Natalia Pérez.
Hace ocho años compartimos algo muy bonito, algo que cambió mi vida para siempre y que me dejó el regalo más valioso que he recibido: nuestra hija, Dorita».

Las manos de Javier empezaron a temblar.

Natalia.

El nombre le golpeó el pecho como un puñetazo.
Los recuerdos llegaron todos de golpe: su sonrisa, su manera de tocarle el brazo cuando se reía, sus planes de futuro. Y después, las discusiones, las fotos, las llamadas anónimas, la ruptura.

La carta seguía:

«Imagino lo que estarás pensando. Sé que las circunstancias de nuestra separación fueron dolorosas y confusas. Pero Javier, ahora nuestra hija te necesita y no tengo a quién más acudir.

Estoy muy enferma.
Los médicos me hablan de meses, quizá menos. He gastado todos mis ahorros intentando frenar lo inevitable. Dorita no sabe exactamente lo grave que es todo, pero siente que algo va muy mal.

Dorita es todo lo bueno de los dos. Tiene tu inteligencia, tu fuerza y tus ojos. Me ha cuidado con una madurez que me rompe el alma. Merece más de lo que puedo darle ya. Merece un padre que pueda protegerla, apoyarla y quererla como toda niña merece.»

Javier tuvo que detenerse.
Le costaba respirar.

Levantó la vista.
Dorita seguía mirándolo fijamente.

Volvió a la carta.

«Sé que siempre te dijeron que no podías tener hijos. Pero se equivocaron, Javier.
Dorita es la prueba viviente. Tiene siete años. Nació nueve meses después de la última noche que pasamos juntos, antes de que todo se derrumbara.

No te lo conté porque, cuando supe que estaba embarazada, tú ya estabas convencido de que te había traicionado. Y yo estaba demasiado herida y orgullosa para luchar contra todo aquello.

No espero que me creas de inmediato. Solo te pido que la mires. De verdad. Que la escuches. Y, sobre todo, te suplico que la conozcas. Si algo me pasa, se quedará sola. Sus abuelos murieron, no tengo hermanos ni familia cercana. Tú eres su única esperanza de tener un futuro con amor y seguridad.»

La carta terminaba con una dirección, un número de teléfono y una última súplica escrita con una letra ya casi ilegible, como si la autora hubiera gastado sus últimas fuerzas en esa hoja de papel.

Novelas dramáticas

Javier apoyó la carta sobre el escritorio. Volvió a mirar a Dorita.
Ahora la veía con otros ojos.

La nariz.
La barbilla.
Incluso ese pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda al sonreír.

Era como ver una versión pequeña de sí mismo.

—Dorita… —dijo con la voz ronca—. ¿Cuántos años tienes, cariño?

—Siete —contestó ella, levantando siete dedos—. Cumplo ocho en diciembre. El quince de diciembre.

Desarrollo infantil

Javier sintió un escalofrío.
El quince de diciembre.
Exactamente nueve meses después de aquella última noche con Natalia.

Todo encajaba.
Cronología.
Rasgos.
Hasta el perfume de lavanda.

El mundo parecía haberse puesto de cabeza. Antes de que pudiera decir nada más, la puerta del despacho se abrió bruscamente sin que nadie llamara.

Entró Susana Ochoa, su pareja desde hacía dos años.

Sus tacones resonaron con fuerza sobre el suelo de madera. Llevaba un vestido rojo entallado, el pelo oscuro recogido en un moño elegante. Era una mujer joven, muy guapa, segura de sí misma.
Y, a menudo, dura.

Juegos familiares

—Javier, cariño, tenemos la comida con la cuenta importante en diez minutos y Margar… —se detuvo al ver a Dorita.

Primero fue sorpresa.
Luego algo peor: reconocimiento.
Y miedo.

Susana miró a la niña, luego a Javier, luego otra vez a la niña. Las similitudes eran imposibles de ignorar.

Durante ocho años, ella había construido con cuidado una vida cómoda a su lado: sin hijos, sin complicaciones, con viajes, cenas, eventos. Había sido la primera en decirle que las familias complicaban la carrera. La primera en decirle que, si la vida lo había hecho estéril, quizá era “una señal”.

Novelas dramáticas

—¿Quién es esta niña, Javier? —preguntó con una sonrisa congelada.

Javier se levantó despacio.

—Susana, ella es Dorita —dijo—. Dorita, ella es la señorita Ochoa.

Desarrollo infantil

No pudo llamarla “mi novia” en voz alta. Algo se le atragantó.

Dorita miró a Susana con curiosidad sincera.

—¿Es usted la esposa del jefe? —preguntó con total inocencia.

La risa de Susana sonó demasiado aguda.

—Todavía no, cielo, pero quién sabe —respondió, acercándose un poco al escritorio—. Javier, ¿qué está pasando? ¿Por qué hay una niña en tu despacho?

—Ha venido a traerme una carta de su madre —dijo Javier, sujetando el  papel arrugado—. Su madre asegura que Dorita es mi hija.

Las palabras quedaron flotando en el aire.

La cara de Susana perdió color por un segundo. Lo suficiente para que Javier lo notara.
Ocho años pensando en una vida ordenada, calculada, sin sobresaltos.
Y de repente, una niña con ojos azules lo cambiaba todo.

—Javier, no puedes creer… —empezó Susana.

Él levantó la mano, cortándola.

—Dorita —dijo, arrodillándose para quedar a su altura—, cuéntame de tu mamá. ¿Está muy enferma?

El labio inferior de la niña empezó a temblar. Era la primera grieta en la fuerza que había mostrado toda la mañana.

—Se cansa mucho, casi siempre. A veces no puede comer. Intenta que yo no la vea llorar, pero la oigo por las noches. Los médicos le dan medicinas, pero no le ayudan mucho.

Javier sintió cómo algo se le rompía por dentro.
Fuera su hija o no, aquella niña estaba viviendo algo que ningún niño debería vivir.

Desarrollo infantil

—¿Dónde vivís, Dorita? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Vivimos en un piso pequeño. Mamá me dio dinero para el autobús y escribió en un papel cómo llegar. Dijo que soy muy lista y que podía encontrarte sola.

Estaba orgullosa de haberlo logrado. Eso se notaba.

Javier pensó en una niña de siete años recorriendo media ciudad en autobús, con un sobre en la mano y una misión en la cabeza. Sintió vergüenza de todo lo que a él le había parecido “difícil” hasta ese día.

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